La aventura de un automovilista

Italo Calvino

Apenas salgo de la ciudad me doy cuenta de que ha oscurecido. Enciendo los faros. Estoy yendo en coche de A a B por una autovía de tres carriles, de ésas con un carril central para pasar a los otros coches en las dos direcciones. Para conducir de noche incluso los ojos deben desconectar un dispositivo que tienen dentro y encender otro, porque ya no necesitan esforzarse para distinguir entre las sombras y los colores atenuados del paisaje vespertino la mancha pequeña de los coches lejanos que vienen de frente o que preceden, pero deben controlar una especie de pizarrón negro que requiere una lectura diferente, más precisa pero simplificada, dado que la oscuridad borra todos los detalles del cuadro que podrían distraer y pone en evidencia sólo los elementos indispensables, rayas blancas sobre el asfalto, luces amarillas de los faros y puntitos rojos. Es un proceso que se produce automáticamente, y si yo esta noche me detengo a reflexionar sobre él es porque ahora que las posibilidades exteriores de distracción disminuyen, las internas toman en mí la delantera, mis pensamientos corren por cuenta propia en un circuito de alternativas y de dudas que no consigo desenchufar, en suma, debo hacer un esfuerzo particular para concentrarme en el volante.

He subido al coche inmediatamente después de pelearme por teléfono con Y. Yo vivo en A, Y vive en B. No tenía previsto ir a verla esta noche. Pero en nuestra cotidiana charla telefónica nos dijimos cosas muy graves; al final, llevado por el resentimiento, dije a Y que quería romper nuestra relación; Y respondió que no le importaba, que telefonearía en seguida a Z, mi rival. En ese momento uno de nosotros -no recuerdo si ella o yo mismo- cortó la comunicación. No había pasado un minuto y yo ya había comprendido que el motivo de nuestra disputa era poca cosa comparado con las consecuencias que estaba provocando. Volver a telefonear a Y hubiera sido un error; el único modo de resolver la cuestión era dar un salto a B, explicarnos con Y cara a cara. Aquí estoy pues en esta autovía que he recorrido centenares de veces a todas horas y en todas las estaciones, pero que jamás me había parecido tan larga.

Mejor dicho, creo que he perdido el sentido del espacio y del tiempo: los conos de luz proyectados por los faros sumen en lo indistinto el perfil de los lugares; los números de los kilómetros en los carteles y los que saltan en el cuentakilómetros son datos que no me dicen nada, que no responden a la urgencia de mis preguntas sobre qué estará haciendo Y en este momento, qué estará pensando. ¿Tenía intención realmente de llamar a Z o era sólo una amenaza lanzada así, por despecho? Si hablaba en serio, ¿lo habrá hecho inmediatamente después de nuestra conversación, o habrá querido pensarlo un momento, dejar que se calmara la rabia antes de tomar una decisión? Z vive en A, como yo; está enamorado de Y desde hace años, sin éxito; si ella lo ha telefoneado invitándolo, seguro que él se ha precipitado en el coche a B; por lo tanto también él corre por esta autovía; cada coche que me adelanta podría ser el suyo, y suyo cada coche que adelanto yo. Me es difícil estar seguro: los coches que van en mi misma dirección son dos luces rojas cuando me preceden y dos ojos amarillos cuando los veo seguirme en el retrovisor. En el momento en que me pasan puedo distinguir cuando mucho qué tipo de coche es y cuántas personas van a bordo, pero los automóviles en los que el conductor va solo son la gran mayoría y, en cuanto al modelo, no me consta que el coche de Z sea particularmente reconocible.

Como si no bastara, se echa a llover. El campo visual se reduce al semicírculo de vidrio barrido por el limpiaparabrisas, todo el resto es oscuridad estriada y opaca, las noticias que me llegan de fuera son sólo resplandores amarillos y rojos deformados por un torbellino de gotas. Todo lo que puedo hacer con Z es tratar de pasarlo, no dejar que me pase, cualquiera que sea su coche, pero no conseguiré saber si su coche está y cuál es. Siento igualmente enemigos todos los coches que van hacia A; todo coche más veloz que el mío que me señala afanosamente en el retrovisor con los faros intermitentes su voluntad de pasarme provoca en mí una punzada de celos; cada vez que veo delante de mí disminuir la distancia que me separa de las luces traseras de mi rival me lanzo al carril central con un impulso de triunfo para llegar a casa de Y antes que él.

Me bastarían pocos minutos de ventaja: al ver con qué prontitud he corrido a su casa, Y olvidará en seguida los motivos de la pelea; entre nosotros todo volverá a ser como antes; al llegar, Z comprenderá que ha sido convocado a la cita sólo por una especie de juego entre nosotros dos; se sentirá como un intruso. Más aún, quizás en este momento Y se ha arrepentido de todo lo que me dijo, ha tratado de llamarme por teléfono, o bien ha pensado como yo que lo mejor era acudir en persona, se ha sentado al volante y en este momento corre en dirección opuesta a la mía por esta autovía.

Ahora he dejado de atender a los coches que van en mi misma dirección y miro los que vienen a mi encuentro, que para mí sólo consisten en la doble estrella de los faros que se dilata hasta barrer la oscuridad de mi campo visual para desaparecer después de golpe a mis espaldas arrastrando consigo una especie de luminiscencia submarina. El coche de Y es de un modelo muy corriente; como el mío, por lo demás. Cada una de esas apariciones luminosas podría ser ella que corre hacia mí, con cada una siento algo que se mueve en mi sangre impulsado por una intimidad destinada a permanecer secreta; el mensaje amoroso dirigido exclusivamente a mí se confunde con todos los otros mensajes que corren por el hilo de la autovía; sin embargo, no podría desear de ella un mensaje diferente de éste.

Me doy cuenta de que al correr hacia Y lo que más deseo no es encontrar a Y al término de mi carrera: quiero que sea Y la que corra hacia mí, ésta es la respuesta que necesito, es decir, necesito que sepa que corro hacia ella pero al mismo tiempo necesito saber que ella corre hacia mí. La única idea que me reconforta es, sin embargo, la que más me atormenta: la idea de que si en este momento Y corre hacia A, también ella cada vez que vea los faros de un coche que va hacia B se preguntará si soy yo el que corre hacia ella, deseará que sea yo y no podrá jamás estar segura. Ahora dos coches que van en direcciones opuestas se han encontrado por un segundo uno junto al otro, un resplandor ha iluminado las gotas de lluvia y el rumor de los motores se ha fundido como en un brusco soplo de viento: quizás éramos nosotros, es decir, es seguro que yo era yo, si eso significa algo, y la otra podría ser ella, es decir, la que yo quiero que ella sea, el signo de ella en el que quiero reconocerla, aunque sea justamente el signo mismo que me la vuelve irreconocible. Correr por la autovía es el único modo que nos queda, a ella y a mí, de expresar lo que tenemos que decirnos, pero no podemos comunicarlo ni recibirlo mientras sigamos corriendo.

Es cierto que me he sentado al volante para llegar a su casa lo antes posible, pero cuanto más avanzo más cuenta me doy de que el momento de la llegada no es el verdadero fin de mi carrera. Nuestro encuentro, con todos los detalles accidentales que la escena de un encuentro supone, la menuda red de sensaciones, significados, recuerdos que se desplegaría ante mí -la habitación con el filodendro, la lámpara de opalina, los pendientes-, las cosas que yo diría, algunas seguramente erradas o equivocas, las cosas que diría ella, en cierta medida seguramente fuera de lugar o en todo caso no las que espero, todo el ovillo de consecuencias imprevisibles que cada gesto y cada palabra comportan, levantaría en torno a las cosas que tenemos que decirnos, o mejor, que queremos oírnos decir, una nube de ruidos parásitos tal que la comunicación ya difícil por teléfono resultaría aún más perturbada, sofocada, sepultada como bajo un alud de arena. Por eso he sentido la necesidad, antes que de seguir hablando, de transformar las cosas por decir en un cono de luz lanzado a ciento cuarenta por hora, de transformarme yo mismo en ese cono de luz que se mueve por la autovía, porque es cierto que una señal así puede ser recibida y comprendida por ella sin perderse en el desorden equívoco de las vibraciones secundarias, así como yo para recibir y comprender las cosas que ella tiene que decirme quisiera que sólo fuesen (más aún, quisiera que ella misma sólo fuese) ese cono de luz que veo avanzar por la autovía a una velocidad (digo así, a simple vista) de ciento diez o ciento veinte. Lo que cuenta es comunicar lo indispensable dejando caer todo lo superfluo, reducirnos nosotros mismos a comunicación esencial, a señal luminosa que se mueve en una dirección dada, aboliendo la complejidad de nuestras personas, situaciones, expresiones faciales, dejándolas en la caja de sombra que los faros llevan detrás y esconden. La Y que yo amo en realidad es ese haz de rayos luminosos en movimiento, todo el resto de ella puede permanecer implícito, mi yo que ella, mi yo que tiene el poder de entrar en ese circuito de exaltación que es su vida afectiva, es el parpadeo del intermitente al pasar otro coche que, por amor a ella y no sin cierto riesgo, estoy intentando.

También con Z (no me he olvidado para nada de Z) la relación justa puedo establecerla únicamente si él es para mí sólo parpadeo intermitente y deslumbramiento que me sigue, o luces de posición que yo sigo; porque si empiezo a tomar en cuenta su persona con ese algo -digamos-de patético pero también de innegablemente desagradable, aunque sin embargo -debo reconocerlo-, justificable, con toda su aburrida historia de enamoramiento desdichado, su comportamiento siempre un poco esquivo… bueno, no se sabe ya adónde va uno a parar. En cambio, mientras todo sigue así, está muy bien: Z que trata de pasarme se deja pasar por mi (pero no sé si es él), Y que acelera hacia mí (pero no sé si es ella) arrepentida y de nuevo enamorada, yo que acudo a su casa celoso y ansioso (pero no puedo hacérselo saber, ni a ella ni a nadie).

Si en la autovía estuviera absolutamente solo, si no viera correr otros coches ni en un sentido ni en el otro, todo sería sin duda mucho más claro, tendría la certidumbre de que ni Z se ha movido para suplantarme, ni Y se ha movido para reconciliarse conmigo, datos que podría consignar en el activo o en el pasivo de mi balance, pero que no dejarían lugar a dudas. Y sin embargo, si me fuera dado sustituir mi presente estado de incertidumbre por semejante certeza negativa, rechazaría sin más el cambio. La condición ideal para excluir cualquier duda sería que en toda esta parte del mundo existieran sólo tres automóviles: el mío, el de Y, el de Z; entonces ningún otro coche podría avanzar en mi dirección sino el de Z, el único coche que fuera en dirección opuesta sería con toda seguridad el de Y. En cambio, entre los centenares de coches que la noche y la lluvia reducen a anónimos resplandores, sólo un observador inmóvil e instalado en una posición favorable podría distinguir un coche de otro, reconocer quizá quién va a bordo. Esta es la contradicción en que me encuentro: si quiero recibir un mensaje tendré que renunciar a ser mensaje yo mismo, pero el mensaje que quisiera recibir de Y -es decir, el mensaje en que se ha convertido la propia Y- tiene valor sólo si yo a mi vez soy mensaje; por otra parte el mensaje en que me he convertido sólo tiene sentido si Y no se limita a recibirlo como una receptora cualquiera de mensajes, sino si es el mensaje que espero recibir de ella.

Ahora llegar a B, subir a la casa de Y, encontrar que se ha quedado allí con su dolor de cabeza rumiando los motivos de la disputa, no me daría ya ninguna satisfacción; si entonces llegara de improviso también Z se produciría una escena detestable; y en cambio si yo supiera que Z se ha guardado bien de ir, o que Y no ha llevado a la práctica su amenaza de telefonearle, sentiría que he hecho el papel de un imbécil. Por otra parte, si yo me hubiera quedado en A e Y hubiera venido a pedirme disculpas, me encontraría en una situación embarazosa: vería a Y con otros ojos, como a una mujer débil que se aferra a mí, algo entre nosotros cambiaría. No consigo aceptar ya otra situación que no sea esta transformación de nosotros mismos en el mensaje de nosotros mismos. ¿Pero y Z? Tampoco Z debe escapar a nuestra suerte, tiene que transformarse también en mensaje de sí mismo, cuidado si yo corro a casa de Y celoso de Z, si Y corre a mi casa arrepentida para huir de Z, mientras que Z no ha soñado siquiera con moverse de su casa…

A medio camino en la autovía hay una estación de servicio. Me detengo, corro al bar, compro un puñado de fichas, marco el afijo telefónico de B, el número de Y. Nadie responde. Dejo caer la lluvia de fichas con alegría: es evidente que Y no ha podido dominar su impaciencia, ha subido al coche, ha corrido hacia A. Ahora vuelvo a la autovía al otro lado, corro hacia A yo también. Todos los coches que paso, o todos los coches que me pasan, podrían ser Y. En el carril opuesto todos los coches que avanzan en sentido contrario podrían ser Z, el iluso. O bien: también Y se ha detenido en una estación de servicio, ha telefoneado a mi casa en A, al no encontrarme ha comprendido que yo estaba yendo a B, ha invertido la dirección. Ahora corremos en direcciones opuestas, alejándonos, el coche que paso, que me pasa, es el de Z que a medio camino también ha tratado de telefonear a Y…

Todo es aún más incierto pero siento que he alcanzado un estado de tranquilidad interior: mientras podamos controlar nuestros números telefónicos y no haya nadie que responda, seguiremos los tres corriendo hacia adelante y hacia atrás por estas líneas blancas, sin puntos de partida o de llegada inminentes, atestados de sensaciones y significados sobre la univocidad de nuestro recorrido, liberados por fin del espesor molesto de nuestras personas y voces y estados de ánimo, reducidos a señales luminosas, único modo de ser apropiado para quien quiere identificarse con lo que dice sin el zumbido deformante que la presencia nuestra o ajena transmite a lo que decimos.

El precio es sin duda alto pero debemos aceptarlo: no podemos distinguirnos de las muchas señales que pasan por esta carretera, cada una con un significado propio que permanece oculto e indescifrable porque fuera de aquí no hay nadie capaz de recibirnos y entendernos..

La aventura de un matrimonio

Italo Calvino

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:

-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.

Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:

-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.

Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.

La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.

Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

La leyenda de Carlomagno

Italo Calvino

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.

La oveja negra

Italo Calvino

Había un pueblo donde todos eran ladrones.

A la noche cada habitante salía con la ganzúa y la linterna, e iba a desvalijar la casa de un vecino. Volvía al alba y encontraba su casa desvalijada.

Y así todos vivían en amistad y sin lastimarse, ya que uno robaba al otro, y este a otro hasta que llegaba a un último que robaba al primero. El comercio en aquel pueblo se practicaba solo bajo la forma de estafa por parte de quien vendía y por parte de quien compraba. El gobierno era una asociación para delinquir para perjuicio de sus súbditos, y los súbditos por su parte se ocupaban solo en engañar al gobierno. Así la vida se deslizaba sin dificultades y no había ni ricos ni pobres.

No se sabe cómo ocurrió pero en este pueblo se encontraba un hombre honesto. Por la noche en vez de salir con la bolsa y la linterna se quedaba en su casa a fumar y leer novelas.

Venían los ladrones, veían la luz encendida y no entraban.

Esto duró poco pues hubo que hacerle entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no permitir que los demás lo hicieran. Cada noche que él pasaba en su casa era una familia que no comía al día siguiente.

Frente a estas razones el hombre honesto no pudo oponerse. Acostumbró también a salir por las noches para volver al alba, pero insistía en no robar. Era honesto y no quedaba nada por hacer. Iba al puente y miraba correr el agua. Volvía a su casa y la encontraba desvalijada.

En menos de una semana el hombre honesto se encontró sin dinero, sin comida y con la casa vacía. Pero hasta aquí nada malo ocurría porque era su culpa: el problema era que por esta forma de comportarse todo se desajustó. Como él se hacía robar y no robaba a nadie, siempre había alguien que volviendo a su casa la encontraba intacta, la casa que él hubiera debido desvalijar. El hecho es que poco tiempo después aquellos que no habían sido robados encontraron que eran más ricos, y no quisieron ser robados nuevamente. Por otra parte aquellos que venían a robar a la casa del hombre honesto la encontraban siempre vacía. Y así se volvían más pobres.

Mientras tanto aquellos que se habían vuelto ricos tomaron la costumbre también ellos, de ir al puente por las noches para mirar el agua que corría bajo el puente. Esto aumentó la confusión porque hubo muchos otros que se volvieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.

Los ricos mientras tanto entendieron que ir por la noche al puente los convertía en pobres y pensaron -paguemos a los pobres para que vayan a robar por nosotros-. Se hicieron contratos, se establecieron salarios y porcentajes: naturalmente siempre había ladrones que intentaban engañarse unos a otros. Pero los ricos se volvían más ricos y los pobres más pobres.

Había ricos tan ricos que no tuvieron necesidad de robar ni de hacer robar para continuar siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres los robaban. Entonces pagaron a aquellos más pobres que los pobres para defender sus posesiones de los otros pobres, y así instituyeron la policía, y constituyeron las cárceles.

De esta manera pocos años después de la aparición del hombre honesto no se hablaba más de robar o de ser robados sino de ricos y pobres. Y sin embargo eran todos ladrones.

Honesto había existido uno y había muerto enseguida, de hambre.

Las ciudades y los cambios

Italo Calvino
A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia. donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.