por REESCRIBA | Todas las publicaciones
Dino Buzzati
Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
-Cuando sea mayor -dijo-, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
-Dios te bendiga, hijo mío -respondió su padre. Y como justamente aquel día su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban todo.
Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
-Stefano, ¿qué haces ahí plantado? -le preguntó al verlo finalmente en la popa, de pie, absorto en las olas.
-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-, y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos… Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.
*
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía…
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas negras para siempre.
*
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe.
por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
Una noche, el conde Giorgio Venanzi, aristócrata de provincias, de 38 años, agricultor, acariciando a oscuras la espalda de su mujer Lucina, casi veinte años más joven que él, se dio cuenta de que a la altura de la paletilla izquierda tenía como una minúscula costra.
-Cariño, ¿qué tienes aquí? -preguntó Giorgio, tocando el punto.
-No lo sé. No siento nada.
-Y sin embargo hay algo. Como un grano, pero no es un grano. Algo duro.
-Te lo repito. Yo no siento nada.
-Perdona, ¿sabes? Lucina, pero enciende la luz, quiero verlo bien.
Cuando se hizo la luz, la bellísima esposa se incorporó hasta sentarse sobre la cama dirigiendo la espalda hacia la lámpara. Y el marido inspeccionó el punto sospechoso.
No se adivinaba muy bien qué era, pero había una irregularidad en la piel, que Lucina tenía por doquier extraordinariamente suave y lisa.
-¿Sabes que es curioso? -dijo al cabo de un rato el marido.
-¿Por qué?
-Espera que voy a buscar una lupa.
Giorgio Venanzi era meticuloso y ordenado hasta dar náuseas. Se fue al estudio, encontró puntualmente la herramienta deseada, mejor dicho encontró dos, una normal de al menos diez centímetros de diámetro, otra pequeña pero bastante más potente, de las llamadas «cuentahilos». Con las dos lupas, Lucina sometiéndose paciente, reanudó la inspección.
Callaba. Luego dijo:
-No, no es un granito.
-¿Entonces, qué es?
-Como una pelusilla.
-¿Un lunar? -dijo ella.
-No, no son pelos, es una suavísima pelusilla.
-Bueno, oye, Giorgio, me muero de sueño. Mañana hablaremos. La muerte seguro que no es.
-La muerte no, desde luego. Pero es extraño.
Apagaron la luz.
Pero por la mañana, nada más despertarse, Giorgio Venanzi volvió a examinar la espalda de Lucina y descubrió no sólo que la irregularidad cutánea en la paletilla izquierda, en lugar de atenuarse o de desaparecer, se había dilatado, sino que durante el sueño se había desarrollado un fenómeno exactamente idéntico y simétrico, en el extremo superior de la paletilla derecha. Tuvo una sensación desagradable.
-Lucina -gimió casi- ¿sabes que te ha salido en el otro lado?
-¿Qué me ha salido?
-Aquella pelusilla. Pero debajo de la pelusilla hay algo duro.
Reanudó el examen con el cuentahilos, confirmó la presencia de dos minúsculas zonas de suave y cándida pluma, casi como un botoncito automático. Se sintió invadir por el desaliento. Se hallaba frente a un fenómeno de mínimas proporciones, y sin embargo insólito, completamente extraño a sus experiencias. No sólo eso. La fantasía evidentemente no era el fuerte de Giorgio Venanzi, licenciado en agricultura pero siempre mantenido a distancia, sea por indiferencia o por pereza, de los intereses literarios y artísticos: sin embargo, esta vez, quien sabe por qué, su imaginación se desató: al marido en resumidas cuentas se le metió en la cabeza que aquellos dos minúsculos plumeritos, sobre las paletillas de su mujer, eran una especie de microscópico embrión de alas.
La cosa en sí, más que extraña, era monstruosa; olía, más que a milagro, a brujería.
-Oye, Lucina -dijo Giorgio dejando las lupas, después de emitir un profundo suspiro-. Tienes que jurarme decir la verdad, toda la verdad.
La mujer lo miró sorprendida. Casada con Venanzi no por amor sino, como todavía sucede en provincias, por obediencia a sus padres, también nobles, que veían en aquel matrimonio una consolidación del prestigio familiar, se había acostumbrado pasivamente a aquel hombre apuesto, enamorado, vigoroso, educado, aunque de mentalidad limitada y anticuada, de escasa cultura, escaso gusto, en casa aburrido y a partir del matrimonio aquejado de unos violentos celos.
-Dime, Lucina. ¿A quién has visto estos últimos días?
-¿Que a quién he visto? A las personas de siempre, a quién voy a ver. No salgo nunca de casa, bien lo sabes. A la tía Enrica, fui a verla el otro día. Ayer fui a comprar aquí a la plaza. No recuerdo nada más.
-Pero… quiero decir… No habrás ido por casualidad a alguna feria… Sabes, donde están los gitanos…
Ella se preguntó si su marido, normalmente tan sólido, había perdido el juicio de pronto.
-¿Se puede saber en qué estás pensando? ¿Los gitanos? ¿Por qué tendría que haber visto a los gitanos?
Giorgio asumió un tono grave y conciliador:
-Porque… porque… tengo casi la sospecha de que alguien te ha jugado una mala pasada.
-¿Una mala pasada?
-Una brujería, ¿no?
-¿Por estas cositas en la espalda?
-¡Llámalas cositas, tú!
-¿Y cómo quieres que las llame? Ya nos lo dirá el doctor Farasi.
-No, no, no, por favor, nada de médicos. Al médico por ahora no pienso llamarle.
-Eres tú quien está preocupado, querido. Por mí, imagínate… Pero, por favor, deja de tocarme ahí, me haces cosquillas.
Rumiando en silencio el inquietante problema, Giorgio que mantenía a Lucina abrazada a él cara a cara, seguía palpando con las dos manos las dos pequeñas excrecencias, como hace el enfermo con el enigmático bultito que podría ocultar la peste.
Finalmente hizo un esfuerzo, se levantó, salió de casa, llegó a sus fincas, a unos veinte kilómetros, y desde allí telefoneó a Lucina que no volvería a casa hasta la noche. Quería mantenerse alejado a propósito, para no tener la quemazón de querer controlar continuamente la amada espalda. Sin embargo no resistió a la tentación de preguntarle:
-¿Nada nuevo, cariño?
-No, nada nuevo. ¿Por qué?
-Me refería… ya sabes… a la espalda…
-Ah, no lo sé -respondió ella-, no me he vuelto a mirar…
-Está bien, de todas formas, olvídalo. Y no llames al doctor Farasi, sería completamente inútil.
-No tenía la menor intención.
Durante todo el día estuvo en ascuas. Aunque la razón le repitiese que la idea era insensata, contraria a todas las reglas de la naturaleza, digna del más supersticioso de los salvajes, una voz opuesta, procedente quien sabe de dónde, insistía en su interior, en tono burlón: ni granitos ni costras: ¡a tu hermosa mujercita le están saliendo alitas! La condesa Venanzi como la Victoria del monumento a los caídos, ¡oh, será un magnífico espectáculo!
No es que Giorgio Venanzi fuese precisamente un modelo de castidad y costumbres morigeradas. Ni siquiera después de casarse dudaba de insidiar a las campesinas jóvenes de sus tierras, que además consideraba, como cazador, entre las piezas más codiciadas. Pero ay de quién mancillara la honorabilidad, el decoro, el prestigio de su apellido. Por tal razón eran obsesivos los celos que sentía por su mujer, considerada la señora más fascinante de la ciudad, aunque diminuta y grácil. En fin, nada le aterrorizaba tanto como el escándalo. Ahora bien, ¿qué pasaría si a Lucina le crecían verdaderamente dos alas, aunque fuese de forma rudimentaria, como «antojos» sin precedentes, que la convirtiesen en un fenómeno de feria? Por eso no había querido llamar al médico. Podía ocurrir que los dos mechones de plumas se metieran otra vez por el mismo sitio por el que habían salido. Pero también podía ocurrir que no. ¿Qué encontrará en casa, cuando vuelva esta noche?
Con enorme ansiedad, nada más llegar, se retiró con Lucina al dormitorio, le descubrió la espalda, se sintió desvanecer.
Con una velocidad de crecimiento que sólo había observado en algunas raras especies del reino vegetal, las dos irregularidades habían asumido el aspecto de reales y verdaderas protuberancias plumosas. No sólo eso: sino que ahora ya no hacía falta recurrir a una fantasía sobreexcitada para reconocer la forma típica de las alas, exactamente como las que los ángeles de las iglesias llevan sobre los hombros.
-No te entiendo, Lucina -dijo el marido con voz sepulcral-. Tú también lo ves, no, mirándote al espejo. Y estás ahí sonriente, como una boba. ¿No te das cuenta de que es una cosa espantosa?
-¿Espantosa por qué?
Atemorizado ante la perspectiva de un escándalo, Giorgio se decidió a contárselo a su madre, que vivía en el ala opuesta del edificio.
La vieja señora se asustó cuando vio aparecer a su único hijo en aquel estado de aprensión; y escuchó sin respirar su anhelante explicación. Finalmente, dijo:
-Has hecho bien en no llamar al doctor Farasi. De todas formas, recordarás, espero, que siempre fui contraria a ese matrimonio.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que en la sangre de esos Ruppertini, nobles o no nobles, hay algo raro. Y que yo tuve buen olfato. Pero, veamos, ¿son muy largas esas alas?
-Digamos veinte centímetros, a lo mejor menos. Pero ¿quién te dice que no sigan creciendo?
-Y debajo de la ropa, ¿se notan?
-De momento, no. ¿Sabes? Lucina las tiene muy pegadas a la espalda, también a ella le interesa disimularlo. Desde luego si tuviese que ponerse un traje de noche… Dime, mamá: ¿qué vamos a hacer?
La vieja señora, como siempre, tenía la respuesta en los labios:
-Hay que decírselo en seguida a don Francesco.
-¿Por qué a don Francesco?
-¿Y me lo preguntas? Esas alas, digo yo, a tu mujer, ¿quién se las puede haber puesto? Una de dos, ¿no? No hay que darles más vueltas. O Dios o el diablo. Y ni tú ni yo podemos decidirlo.
Don Francesco era una especie de capellán de familia, un personaje a la antigua, no exento de un filosófico humorismo. Cuando supo que la condesa madre deseaba hablarle, se apresuró a acudir a la casa, escuchó atentamente el relato de Giorgio, y permaneció largo rato pensativo, con la cabeza inclinada como se hace durante las oraciones, como si esperase una inspiración del cielo.
-Discúlpenme, queridos amigos -dijo finalmente-, todo esto apenas se puede creer.
-¿Piensa usted, don Francesco, que son figuraciones mías? Ojalá. Pero ahí fuera está Lucina. Voy a llamarla, y la constatación será muy sencilla.
-¿Se halla muy turbada, la pobrecilla?
-En absoluto. Eso es lo raro, don Francesco. Lucina está tan alegre como siempre. Mejor dicho, parece que esto la divierte.
Se llamó a Lucina, que llevaba puesta una especie de bata floreada. Con la máxima desenvoltura se la quitó, y apareció vestida con un sencillo vestidito de algodón con dos cremalleras verticales por detrás correspondientes precisamente a las aberturas por donde salían las alas. Actualmente los apéndices habían asumido proporciones imponentes: a pesar de estar plegadas medían, de arriba abajo, ochenta centímetros por lo menos.
Don Francesco, se le veía en la cara, estaba anonadado. Y guardó silencio.
-Lucina -dijo la suegra amablemente-, tal vez sea mejor que vuelvas a tu habitación.
Cuando la graciosa criatura hubo salido, don Francesco preguntó:
-Aparte de nosotros dos, ¿alguien más en la casa está al corriente?
-No, afortunadamente -respondió la condesa-. Con las precauciones que tomó mi hijo, ninguna de las personas del servicio ha sospechado nada. Ese vestidito, esa bata, se los ha hecho ella. Ah, Lucina es una gran chica. Pero no podemos seguir de este modo. No podemos pretender tenerla segregada, peor que si tuviera el cólera. Por eso necesitamos su consejo, don Francesco.
El viejo cura carraspeó un poco:
-Reconozco -dijo- que es un caso extraordinariamente delicado. Un juicio por mi parte, comprenderán, implica una responsabilidad tal vez superior a mis fuerzas. Pero ante todo, creo, habría que establecer aunque sólo fuese de forma aproximada, cuál es el origen del fenómeno. Y confío en que Dios nos ilumine.
-¿De qué manera? -preguntó Giorgio.
-Tu madre, querido hijo, ha aludido a ello hace un momento, demostrando como siempre su excelente buen sentido. En resumidas cuentas, si se me pide mi parecer como teólogo, les responderé: si estas alas, dejémonos de eufemismos, tienen una procedencia diabólica, es decir si han sido creadas por el Maligno con objeto de turbar las conciencias con el falseamiento de un aparente milagro, entonces para mí no hay duda: sólo pueden ser un simulacro. Pero si en cambio, como no podemos excluir, estas alas fuesen una señal de Dios, demostración de una excepcional benevolencia del Señor hacia la condesa Lucina, entonces no hay duda de que tendrían que ser alas de verdad, capaces de volar…
-¡Eso es una locura, una cosa terrible! -gimió el conde Giorgio, aterrorizado ante la idea de lo que podría suceder si la segunda hipótesis se demostrase cierta: ¿Cómo seguir ocultando aquella especie de vergonzosa deformidad si Lucina se pusiese a revolotear por la plaza? ¿Y cuántos problemas acarrearía? La publicidad, la curiosidad de la multitud, la investigación por parte de las autoridades eclesiásticas, su vida, la de Giorgio Venanzi, completamente trastornada, destruida.
-En este caso -preguntó el marido-, en este caso, ¿cree usted, don Francesco, que habría que hablar de milagro? En una palabra, ¿Lucina se habría convertido en un ángel, en una santa? Y yo, su legítimo marido…
-Démosle tiempo al tiempo, hijo mío, no nos anticipemos a los designios de la providencia. Que transcurran unos días. Esperemos a que estas benditas alas se hayan desarrollado completamente, a que hayan dejado de crecer. Luego haremos una prueba.
-¡Dios mío, una prueba! ¿Dónde? ¿Aquí en el jardín, donde todos podrán verla?
-No, en el jardín mejor que no. Mejor fuera, podríamos ir al campo, en la oscuridad, sin testigos…
Cruzaron la verja de la casa a las nueve de la noche: Giorgio, su mujer, la madre y don Francesco, en el lujoso coche inglés.
No hubo que esperar ni siquiera diez días a que las alas de Lucina alcanzasen dimensiones adultas. Desde la articulación mediana hasta las puntas, que casi llegaban al suelo, medían, para ser exactos, ciento veintidós centímetros. La colcha de plumas, ya no blancas sino de un suave color rosado, se había hecho compacta y sólida. (Por la noche, en el lecho matrimonial, no era nada fácil; por suerte Lucina estaba acostumbrada a dormir boca abajo, y el apuro y el enfurruñamiento del marido le hacían morirse de risa.) La envergadura de las alas, medida como se hace con las águilas, superaba los tres metros. Todo permitía suponer que las dos gigantescas aletas no tendrían que hacer excesivos esfuerzos para levantar del suelo un cuerpo diminuto como el de Lucina que no llegaba a los cincuenta kilos.
Dejaron atrás las últimas casas, se adentraron en el campo, en aquella zona ahora desierta, buscando un descampado lo bastante solitario. Giorgio no acababa de decidirse. Bastaba con que la ventana iluminada de algún caserío centellease, aunque fuese a gran distancia, para que reanudara la marcha.
Era una hermosa noche de luna. Finalmente se detuvieron en un pequeño sendero que se adentraba en una reserva de caza. Descendieron. A pie avanzaron por el bosque, que Giorgio conocía como la palma de la mano, hasta un claro rodeado por unos árboles altísimos. Había un inmenso silencio.
-Vamos, vamos -dijo la suegra de Lucina-, quítate el abrigo. Y no perdamos tiempo. En pijama tendrás frío, supongo.
Pero aunque sólo llevaba el pijama, Lucina no sentía frío, en absoluto. Al contrario, extrañas ráfagas de calor le recorrían el cuerpo estremeciéndola.
-¿Lo conseguiré? -preguntó entre risas-. Y en seguida, a pasitos ligeros, remedando burlonamente a las bailarinas clásicas, se dirigió al centro del claro y empezó a agitar las alas.
Flot, flot, se oyó el suave aleteo en el aire. De pronto, sin que a la trémula luz de la luna pudieran percibir el momento preciso del despegue, los tres la vieron ante ellos, a una altura de siete u ocho metros. Y no le costaba ningún esfuerzo sostenerse: apenas una suave ondulación de las alas, y acompañaba el ritmo dando unas palmadas.
El marido se cubrió los ojos, horrorizado. Arriba, ella reía: nunca había sido tan feliz, ni tan hermosa.
-Razonemos con calma, hijo mío -decía don Francesco al conde Giorgio-. A tu jovencísima mujer, criatura (convendrás conmigo, admirable desde todos los puntos de vista), le han crecido alas. Hemos comprobado, tú, tu madre y yo, que con estas alas Lucina es capaz de volar; no se trata pues de una intervención demoníaca. Sobre este punto, te lo aseguro, todos los padres de la Iglesia (y he estado releyéndolos a propósito), están de acuerdo. Se trata por tanto de una investidura divina, ya que no queremos hablar de milagro. Eso sin mencionar que, desde el punto de vista estrictamente teológico, Lucina ahora debería ser considerada un ángel.
-Los ángeles, si no me equivoco, nunca han tenido sexo.
-Tienes razón, hijo mío. Sin embargo, estoy convencido de que a tu mujer no le habrían salido alas si el Omnipotente no la hubiese designado para cumplir una importante misión.
-¿Qué misión?
-Inescrutables son las decisiones del Eterno. De todas formas, no creo que tengas derecho a mantener marginada a esa pobrecilla, peor que si se tratase de una leprosa.
-¿Entonces qué, don Francesco? ¿Tengo que dejar que sea pasto del mundo? ¿Usted se imagina el jaleo que se organizaría? Titulares así de grandes en los periódicos, asedio de curiosos, entrevistas, peregrinajes, molestias de todo tipo. ¡Dios no lo quiera! Un contrato cinematográfico, garantizado, no se lo quitaría nadie. ¡Y esto en casa de los Venanzi! El escándalo. ¡Eso nunca, nunca!
-¿Y quién te dice a ti que esta publicidad no forma también parte de los propósitos divinos? ¿Que precisamente el conocimiento del prodigio no pueda tener incalculables efectos en las conciencias? Como una especie de nuevo pequeño mesías, de sexo femenino. Piensa, por ejemplo, en que la condesa Lucina se pusiese a sobrevolar la línea de fuego en Vietnam. ¿Te das cuenta, hijo mío?
-Se lo ruego, don Francesco, ¡basta! Creo que voy a volverme loco. ¿Pero qué habré hecho yo para merecerme esta desgracia?
-No la llames desgracia: quién sabe, podría ser pecado. Se te ha asignado, como marido, una dura prueba. De acuerdo. Pero al fin y al cabo tienes que resignarte. Dime: ¿hay alguien, además de tu madre y yo, al corriente del asunto?
-Sólo faltaría eso.
-¿Y las personas del servicio?
-Nada. Lucina ahora vive en una casita aparte, donde el único que entra soy yo.
-¿Y la limpieza? ¿Las comidas?
-Lo hace ella misma. Mire, incluso hablando metafóricamente, es un verdadero ángel. No se queja, no protesta, ha sido la primera en darse cuenta de la delicada situación.
-¿Y a la familia, a los amigos, qué les han dicho?
-Que se ha ido a pasar una temporada a casa de sus padres en Val d’Aosta.
-Pero, me refiero, no pensarás tenerla enclaustrada toda la vida.
-¡Y yo qué sé! -y meneaba la cabeza, desesperado-. Encuéntreme usted una solución.
-Ya te lo he dicho, hijo mío. Liberarla, presentarla al mundo tal como está. Apuesto a que ahora también ella lo desea.
-Eso nunca, reverendo. Ya se lo he dicho. Lo he pensado detenidamente. Es mi tormento, mi pesadilla. No sería capaz, se lo juro, de soportar semejante vergüenza.
Pero el conde Giorgio no sabía lo que decía. Llegó octubre. De los pantanos que rodeaban la ciudad empezaban a levantarse, desde el mediodía, las famosas nieblas que a lo largo de toda la estación fría cubren la región como una mortaja impenetrable. Los días en que el marido recorría sus tierras, y sólo volvía ya entrada la noche, la pobre Lucina comprendió que se le presentaba una ocasión formidable. De temperamento dócil, incluso algo apática, se había adaptado a la férrea disciplina que Giorgio le había impuesto. En su fuero interno, sin embargo, la exasperación crecía conforme pasaban los días. Con menos de veinte años permanecer encerrada en casa sin poder ver a una amiga, sin mantener relaciones con nadie, sin ni siquiera asomarse a las ventanas. Más aún: era un suplicio no poder desplegar aquellas estupendas alas vibrantes de juventud y de salud. Más de una vez le había rogado a Giorgio que la llevase durante la noche, como la primera vez, al campo abierto, a escondida de todos, y la dejase volar unos minutos. Pero el hombre era inconmovible. Para realizar aquel experimento nocturno, al que habían asistido también la madre y don Francesco, se habían expuesto a un grave peligro. Por suerte ningún extraño se había percatado de nada. Pero intentarlo de nuevo habría sido una locura: ¡y además por un capricho!
Bien. Una tarde cenicienta, hacia mediados de octubre, la niebla había descendido sobre la ciudad, paralizando el tráfico. Lucina, con un doble pijama de lana, evitando las habitaciones de la servidumbre, se deslizó hasta el jardín, arrebujada. Miró en derredor. Le parecía hallarse en un mundo de ensueño; nadie, absolutamente nadie podía verla. Dejó caer el abrigo que escondió a los pies de un árbol. Salió a campo abierto, agitó sus queridas alas, y echó a volar sobre los tejados.
Estas fugas clandestinas, que pudieron renovarse cada vez con más frecuencia gracias a la inclemencia del tiempo, supusieron para ella un maravilloso consuelo. Tenía la precaución de alejarse en seguida del centro, volando en dirección contraria a las tierras del marido. Allí se sucedían los bosques solitarios casi ininterrumpidamente y embargada por una ebriedad indecible rozaba las copas de los árboles, se zambullía en la neblina hasta vislumbrar las sombras de alguna casucha, daba vueltas sobre sí misma, feliz cuando alguna rara ave, al verla, huía asustada.
En su inocencia, un poco frívola, la joven condesa no se preguntaba por qué precisamente a ella, la única persona en el mundo, le habían crecido alas. Sencillamente, había sido así. La sospecha de divinas misiones ni siquiera había pasado por su imaginación. Sólo sabía que se encontraba bien, segura de sí misma, dotada de un poder sobrehumano que la llevaba, durante los vuelos, a un beatífico delirio.
Como suele ocurrir, el hábito a la impunidad acabó por hacerle descuidar la prudencia. Una tarde, después de haber salido a la densa y humeante capa de niebla que cubría herméticamente los campos, y haber disfrutado largamente del dulce sol otoñal, sintió la curiosidad de explorar la zona inferior. Se lanzó en picado por la gélida penumbra de la bruma y no detuvo su descenso hasta escasos metros del suelo.
Exactamente debajo de ella un muchacho que llevaba una escopeta estaba dirigiéndose a lo que probablemente era el refugio de los cazadores de uno de los muchos cotos. El cazador, al oír el batir de la enormes alas, se dio media vuelta como un resorte e instintivamente levantó la escopeta de doble cañón.
Lucina intuyó el peligro. En lugar de huir, para lo que no tenía tiempo, a costa de desvelar el secreto, gritó con todas sus fuerzas:
-¡Espera, no dispares!
Y, antes de que el hombre pudiera recuperarse de su sorpresa, se posó delante de él, muy cerca.
El cazador era un tal Massimo Lauretta, uno de los más brillantes «lions» de la pequeña sociedad provinciana; recién licenciado, de óptima y rica familia, buen esquiador y piloto de coches de carreras; óptimo amigo del matrimonio Venanzi. A pesar de su habitual desenvoltura, fue tal su extravío que, dejando caer la escopeta, se arrodilló con las manos juntas, recitando en voz alta:
-Ave María, gratia plena…
Lucina soltó una carcajada:
-¿Pero qué haces, tonto? ¿No ves que soy Lucina Venanzi?
El otro se puso en pie tambaleándose:
-¿Tú? ¿Qué pasa? ¿Cómo puedes…?
-Da lo mismo, Massimo… Pero aquí hace un frío de los mil demonios…
-Vayamos dentro -dijo el joven indicando el refugio-. La chimenea debe de estar encendida.
-¿Hay alguien más?
-Nadie, excepto el guardabosques.
-No, no, es imposible.
Permanecieron algún tiempo mirándose embobados. Al final Lucina:
-Te he dicho que tengo frío. Abrázame, por lo menos.
Y el joven, aunque todavía tembloroso, no se lo hizo repetir dos veces.
Cuando volvió aquella noche, Giorgio Venanzi encontró a su mujer sentada en la sala y cosiendo. Sin el menor vestigio de alas.
-¡Lucina! -gritó- ¡cariño! ¿Cómo ha sido?
-¿El qué? -dijo ella sin inmutarse.
-Pues las alas, ¿no? ¿Qué ha pasado con las alas?
-¿Las alas? ¿Te has vuelto loco?
Violentamente turbado, él se quedó sin habla:
-Pues… no sé… debo de haber tenido un mal sueño.
Nadie, del milagro, o de la brujería, supo nunca nada, excepto Giorgio, su madre, don Francesco y el joven Massimo que, como era un caballero, no dijo palabra a nadie. Pero incluso entre los que sí sabían, el tema se consideró tabú.
Sólo, don Francesco, unos meses después, encontrándose solo con Lucina, le dijo sonriendo:
-Dios te quiere mucho, Lucina. No me negarás que como ángel has tenido una suerte extraordinaria.
-¿Suerte? ¿Qué suerte?
-La de encontrar al Diablo en el momento justo.
por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
Cuando la noche ha caído, me gusta dar un paseo por mi jardín. No piensen que soy rico. Un jardín como el mío lo tienen todos. Y más tarde comprenderán por qué.
En la oscuridad, aunque realmente no está oscuro por entero porque de las ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los zapatos hundiéndose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo está sereno, y si lucen las estrellas las observo preguntándome un montón de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago preguntas; las estrellas se están ahí, encima de mí, completamente estúpidas, y no me dicen nada.
Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropecé con un obstáculo. Como no veía, encendí una cerilla. En la plana superficie del prado había una protuberancia, y eso era extraño. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pensé, mañana por la mañana le preguntaré.
Al día siguiente llamé al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije:
-¿Qué has hecho en el jardín? En el prado hay como un bulto, tropecé con él ayer por la noche y esta mañana, apenas se ha hecho de día, lo he visto. Es un bulto estrecho y oblongo, parece una sepultura. ¿Me quieres decir qué pasa?
-No es que parezca, señor -dijo Giacomo el jardinero-, es que es una sepultura. Y es que ayer murió un amigo suyo.
Era cierto. Mi queridísimo amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, se había partido el cráneo en la montaña.
-¿Acaso me estás diciendo -le dije a Giacomo- que mi amigo está enterrado aquí?
-No -respondió-, su amigo el señor Bartoli -dijo así porque era persona educada a la antigua y por ello todavía respetuoso- ha sido enterrado al pie de las montañas que usted sabe. Pero aquí, en el jardín, el prado se ha levantado solo porque éste es su jardín, señor, y todo lo que sucede en su vida, señor, tendrá aquí una consecuencia.
-Vamos, vamos, por favor, eso no son más que supersticiones absurdas -le dije-, te ruego que aplanes ese bulto.
-No puedo, señor -contestó-, ni siquiera mil jardineros como yo conseguirían aplanar ese bulto.
Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedo allí, y yo continué paseando por el jardín una vez había caído la noche, ocurriéndome de cuando en cuando tropezar con el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardín es bastante grande; era un bulto de setenta centímetros de ancho y metro noventa de largo y sobre él crecía la hierba, y sobresalía del nivel del prado unos veinticinco centímetros. Naturalmente, cada vez que tropezaba en él pensaba en el querido amigo perdido. Pero también podía pasar que fuera al revés. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento estaba pensando en él. Pero este asunto es algo difícil de entender.
Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi paseo nocturno, tropezase con aquel pequeño relieve. En este caso su recuerdo volvía a mí; entonces me paraba y en el silencio de la noche preguntaba en voz alta: ¿Duermes?
Pero él no contestaba.
Él, efectivamente, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio de montaña, y con los años nadie se acordaba ya de él, nadie le llevaba flores.
Sin embargo, pasaron muchos años y he aquí que una noche, en el curso de mi paseo, justamente en el rincón opuesto del jardín, tropecé con otro bulto.
Por poco caí de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo había ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar “Giacomo, Giacomo”, justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se iluminó. Giacomo apareció en el antepecho.
-¿Qué demonios es este bulto? -gritaba yo-. ¿Has cavado algún hoyo?
-No señor. Sólo que mientras tanto un querido compañero suyo de trabajo se ha ido -dijo-. Su nombre es Cornali.
Sin embargo, algún tiempo después topé con un tercer bulto y, aunque fuera noche cerrada, también esta vez llamé a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora sabía ya muy bien el significado que tenía aquel bulto, pero aquel día no me habían llegado malas noticias, y por eso estaba ansioso por saber. Giacomo, paciente, apareció en la ventana. “¿Quién es? -pregunté- ¿Ha muerto alguien?” “Sí señor -dijo-. Se llamaba Giuseppe Patané.”
Pasaron luego algunos años bastante tranquilos, pero en determinado momento los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardín. Los había pequeños, pero también habían aparecido otros gigantescos que no se podían salvar con un paso, sino que realmente hacía falta subir por una parte y bajar después por la otra, como si de pequeñas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que había pasado. Allí debajo, en aquellos dos túmulos altos como un bisonte, estaban encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente.
Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles montículos, muchas cosas dolorosas se revolvían en mi interior y yo me quedaba allí como un niño asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba, Patané, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que habían crecido conmigo, los que habían trabajado muchos años conmigo. Y luego, en voz más alta: ¡Negro! ¡Vergari! Era como pasar una lista. Pero nadie respondía.
Así, poco a poco, mi jardín, antaño plano y agradable al paso, se ha transformado en un campo de batalla; tiene hierba todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto de montículos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.
Este verano, no obstante, se alzó una tan alta que, cuando estuve a su lado, su silueta tapó la visión de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta, subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensión, no se podía hacer otra cosa que sortearla rodeándola.
Aquel día no me había llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del jardín me tenía muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe también: era el mejor amigo de mi juventud quien se había ido, entre él y yo había habido tantas verdades, juntos habíamos descubierto el mundo, la vida y las cosas más bellas, juntos habíamos explorado la poesía, la pintura, la música, las montañas y era lógico que para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado en mínimos términos, hiciera falta una auténtica y verdadera montañita.
En ese momento tuve un arranque de rebelión. No, no podía ser, me dije espantado. Y una vez más llamé a mis amigos por sus nombres. Cornali, Patanè, Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segàla, Orlandi, Chiarelli, Brambilla. En ese momento se alzó una especie de soplo en la noche que me respondía que sí, juraría que una especie de voz me decía que sí y venía de otros mundos, pero quizá fuera sólo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas les gustaba mi jardín.
Ahora, por favor, les ruego que me digan: por qué hablas de estas cosas tan tristes, la vida es ya tan breve y difícil por sí misma, amargarse a propósito es una idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen que ver sólo contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver también con ustedes; sería bonito, lo sé, que no fuera así. Porque esta historia de los bultos del prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es propietario de un jardín donde suceden estos dolorosos fenómenos. Es una historia antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; también para ustedes se repetirá. Y no es un juego literario, las cosas son así.
Naturalmente, me pregunto también si en algún jardín surgirá algún día un bulto relacionado conmigo, quizá un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga en el prado que de día, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguirá verse. Sea como sea, una persona en el mundo, al menos una tropezará.
Puede pasar que por culpa de mi maldito carácter muera solo como un perro al final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezará en el bultito que surgirá en su jardín y tropezará también las siguientes noches, y cada vez pensará (perdonen mi esperanza, como una punta de nostalgia) en cierto tipo que se llamaba Dino Buzzati.