por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
Una noche, el conde Giorgio Venanzi, aristócrata de provincias, de 38 años, agricultor, acariciando a oscuras la espalda de su mujer Lucina, casi veinte años más joven que él, se dio cuenta de que a la altura de la paletilla izquierda tenía como una minúscula costra.
-Cariño, ¿qué tienes aquí? -preguntó Giorgio, tocando el punto.
-No lo sé. No siento nada.
-Y sin embargo hay algo. Como un grano, pero no es un grano. Algo duro.
-Te lo repito. Yo no siento nada.
-Perdona, ¿sabes? Lucina, pero enciende la luz, quiero verlo bien.
Cuando se hizo la luz, la bellísima esposa se incorporó hasta sentarse sobre la cama dirigiendo la espalda hacia la lámpara. Y el marido inspeccionó el punto sospechoso.
No se adivinaba muy bien qué era, pero había una irregularidad en la piel, que Lucina tenía por doquier extraordinariamente suave y lisa.
-¿Sabes que es curioso? -dijo al cabo de un rato el marido.
-¿Por qué?
-Espera que voy a buscar una lupa.
Giorgio Venanzi era meticuloso y ordenado hasta dar náuseas. Se fue al estudio, encontró puntualmente la herramienta deseada, mejor dicho encontró dos, una normal de al menos diez centímetros de diámetro, otra pequeña pero bastante más potente, de las llamadas «cuentahilos». Con las dos lupas, Lucina sometiéndose paciente, reanudó la inspección.
Callaba. Luego dijo:
-No, no es un granito.
-¿Entonces, qué es?
-Como una pelusilla.
-¿Un lunar? -dijo ella.
-No, no son pelos, es una suavísima pelusilla.
-Bueno, oye, Giorgio, me muero de sueño. Mañana hablaremos. La muerte seguro que no es.
-La muerte no, desde luego. Pero es extraño.
Apagaron la luz.
Pero por la mañana, nada más despertarse, Giorgio Venanzi volvió a examinar la espalda de Lucina y descubrió no sólo que la irregularidad cutánea en la paletilla izquierda, en lugar de atenuarse o de desaparecer, se había dilatado, sino que durante el sueño se había desarrollado un fenómeno exactamente idéntico y simétrico, en el extremo superior de la paletilla derecha. Tuvo una sensación desagradable.
-Lucina -gimió casi- ¿sabes que te ha salido en el otro lado?
-¿Qué me ha salido?
-Aquella pelusilla. Pero debajo de la pelusilla hay algo duro.
Reanudó el examen con el cuentahilos, confirmó la presencia de dos minúsculas zonas de suave y cándida pluma, casi como un botoncito automático. Se sintió invadir por el desaliento. Se hallaba frente a un fenómeno de mínimas proporciones, y sin embargo insólito, completamente extraño a sus experiencias. No sólo eso. La fantasía evidentemente no era el fuerte de Giorgio Venanzi, licenciado en agricultura pero siempre mantenido a distancia, sea por indiferencia o por pereza, de los intereses literarios y artísticos: sin embargo, esta vez, quien sabe por qué, su imaginación se desató: al marido en resumidas cuentas se le metió en la cabeza que aquellos dos minúsculos plumeritos, sobre las paletillas de su mujer, eran una especie de microscópico embrión de alas.
La cosa en sí, más que extraña, era monstruosa; olía, más que a milagro, a brujería.
-Oye, Lucina -dijo Giorgio dejando las lupas, después de emitir un profundo suspiro-. Tienes que jurarme decir la verdad, toda la verdad.
La mujer lo miró sorprendida. Casada con Venanzi no por amor sino, como todavía sucede en provincias, por obediencia a sus padres, también nobles, que veían en aquel matrimonio una consolidación del prestigio familiar, se había acostumbrado pasivamente a aquel hombre apuesto, enamorado, vigoroso, educado, aunque de mentalidad limitada y anticuada, de escasa cultura, escaso gusto, en casa aburrido y a partir del matrimonio aquejado de unos violentos celos.
-Dime, Lucina. ¿A quién has visto estos últimos días?
-¿Que a quién he visto? A las personas de siempre, a quién voy a ver. No salgo nunca de casa, bien lo sabes. A la tía Enrica, fui a verla el otro día. Ayer fui a comprar aquí a la plaza. No recuerdo nada más.
-Pero… quiero decir… No habrás ido por casualidad a alguna feria… Sabes, donde están los gitanos…
Ella se preguntó si su marido, normalmente tan sólido, había perdido el juicio de pronto.
-¿Se puede saber en qué estás pensando? ¿Los gitanos? ¿Por qué tendría que haber visto a los gitanos?
Giorgio asumió un tono grave y conciliador:
-Porque… porque… tengo casi la sospecha de que alguien te ha jugado una mala pasada.
-¿Una mala pasada?
-Una brujería, ¿no?
-¿Por estas cositas en la espalda?
-¡Llámalas cositas, tú!
-¿Y cómo quieres que las llame? Ya nos lo dirá el doctor Farasi.
-No, no, no, por favor, nada de médicos. Al médico por ahora no pienso llamarle.
-Eres tú quien está preocupado, querido. Por mí, imagínate… Pero, por favor, deja de tocarme ahí, me haces cosquillas.
Rumiando en silencio el inquietante problema, Giorgio que mantenía a Lucina abrazada a él cara a cara, seguía palpando con las dos manos las dos pequeñas excrecencias, como hace el enfermo con el enigmático bultito que podría ocultar la peste.
Finalmente hizo un esfuerzo, se levantó, salió de casa, llegó a sus fincas, a unos veinte kilómetros, y desde allí telefoneó a Lucina que no volvería a casa hasta la noche. Quería mantenerse alejado a propósito, para no tener la quemazón de querer controlar continuamente la amada espalda. Sin embargo no resistió a la tentación de preguntarle:
-¿Nada nuevo, cariño?
-No, nada nuevo. ¿Por qué?
-Me refería… ya sabes… a la espalda…
-Ah, no lo sé -respondió ella-, no me he vuelto a mirar…
-Está bien, de todas formas, olvídalo. Y no llames al doctor Farasi, sería completamente inútil.
-No tenía la menor intención.
Durante todo el día estuvo en ascuas. Aunque la razón le repitiese que la idea era insensata, contraria a todas las reglas de la naturaleza, digna del más supersticioso de los salvajes, una voz opuesta, procedente quien sabe de dónde, insistía en su interior, en tono burlón: ni granitos ni costras: ¡a tu hermosa mujercita le están saliendo alitas! La condesa Venanzi como la Victoria del monumento a los caídos, ¡oh, será un magnífico espectáculo!
No es que Giorgio Venanzi fuese precisamente un modelo de castidad y costumbres morigeradas. Ni siquiera después de casarse dudaba de insidiar a las campesinas jóvenes de sus tierras, que además consideraba, como cazador, entre las piezas más codiciadas. Pero ay de quién mancillara la honorabilidad, el decoro, el prestigio de su apellido. Por tal razón eran obsesivos los celos que sentía por su mujer, considerada la señora más fascinante de la ciudad, aunque diminuta y grácil. En fin, nada le aterrorizaba tanto como el escándalo. Ahora bien, ¿qué pasaría si a Lucina le crecían verdaderamente dos alas, aunque fuese de forma rudimentaria, como «antojos» sin precedentes, que la convirtiesen en un fenómeno de feria? Por eso no había querido llamar al médico. Podía ocurrir que los dos mechones de plumas se metieran otra vez por el mismo sitio por el que habían salido. Pero también podía ocurrir que no. ¿Qué encontrará en casa, cuando vuelva esta noche?
Con enorme ansiedad, nada más llegar, se retiró con Lucina al dormitorio, le descubrió la espalda, se sintió desvanecer.
Con una velocidad de crecimiento que sólo había observado en algunas raras especies del reino vegetal, las dos irregularidades habían asumido el aspecto de reales y verdaderas protuberancias plumosas. No sólo eso: sino que ahora ya no hacía falta recurrir a una fantasía sobreexcitada para reconocer la forma típica de las alas, exactamente como las que los ángeles de las iglesias llevan sobre los hombros.
-No te entiendo, Lucina -dijo el marido con voz sepulcral-. Tú también lo ves, no, mirándote al espejo. Y estás ahí sonriente, como una boba. ¿No te das cuenta de que es una cosa espantosa?
-¿Espantosa por qué?
Atemorizado ante la perspectiva de un escándalo, Giorgio se decidió a contárselo a su madre, que vivía en el ala opuesta del edificio.
La vieja señora se asustó cuando vio aparecer a su único hijo en aquel estado de aprensión; y escuchó sin respirar su anhelante explicación. Finalmente, dijo:
-Has hecho bien en no llamar al doctor Farasi. De todas formas, recordarás, espero, que siempre fui contraria a ese matrimonio.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que en la sangre de esos Ruppertini, nobles o no nobles, hay algo raro. Y que yo tuve buen olfato. Pero, veamos, ¿son muy largas esas alas?
-Digamos veinte centímetros, a lo mejor menos. Pero ¿quién te dice que no sigan creciendo?
-Y debajo de la ropa, ¿se notan?
-De momento, no. ¿Sabes? Lucina las tiene muy pegadas a la espalda, también a ella le interesa disimularlo. Desde luego si tuviese que ponerse un traje de noche… Dime, mamá: ¿qué vamos a hacer?
La vieja señora, como siempre, tenía la respuesta en los labios:
-Hay que decírselo en seguida a don Francesco.
-¿Por qué a don Francesco?
-¿Y me lo preguntas? Esas alas, digo yo, a tu mujer, ¿quién se las puede haber puesto? Una de dos, ¿no? No hay que darles más vueltas. O Dios o el diablo. Y ni tú ni yo podemos decidirlo.
Don Francesco era una especie de capellán de familia, un personaje a la antigua, no exento de un filosófico humorismo. Cuando supo que la condesa madre deseaba hablarle, se apresuró a acudir a la casa, escuchó atentamente el relato de Giorgio, y permaneció largo rato pensativo, con la cabeza inclinada como se hace durante las oraciones, como si esperase una inspiración del cielo.
-Discúlpenme, queridos amigos -dijo finalmente-, todo esto apenas se puede creer.
-¿Piensa usted, don Francesco, que son figuraciones mías? Ojalá. Pero ahí fuera está Lucina. Voy a llamarla, y la constatación será muy sencilla.
-¿Se halla muy turbada, la pobrecilla?
-En absoluto. Eso es lo raro, don Francesco. Lucina está tan alegre como siempre. Mejor dicho, parece que esto la divierte.
Se llamó a Lucina, que llevaba puesta una especie de bata floreada. Con la máxima desenvoltura se la quitó, y apareció vestida con un sencillo vestidito de algodón con dos cremalleras verticales por detrás correspondientes precisamente a las aberturas por donde salían las alas. Actualmente los apéndices habían asumido proporciones imponentes: a pesar de estar plegadas medían, de arriba abajo, ochenta centímetros por lo menos.
Don Francesco, se le veía en la cara, estaba anonadado. Y guardó silencio.
-Lucina -dijo la suegra amablemente-, tal vez sea mejor que vuelvas a tu habitación.
Cuando la graciosa criatura hubo salido, don Francesco preguntó:
-Aparte de nosotros dos, ¿alguien más en la casa está al corriente?
-No, afortunadamente -respondió la condesa-. Con las precauciones que tomó mi hijo, ninguna de las personas del servicio ha sospechado nada. Ese vestidito, esa bata, se los ha hecho ella. Ah, Lucina es una gran chica. Pero no podemos seguir de este modo. No podemos pretender tenerla segregada, peor que si tuviera el cólera. Por eso necesitamos su consejo, don Francesco.
El viejo cura carraspeó un poco:
-Reconozco -dijo- que es un caso extraordinariamente delicado. Un juicio por mi parte, comprenderán, implica una responsabilidad tal vez superior a mis fuerzas. Pero ante todo, creo, habría que establecer aunque sólo fuese de forma aproximada, cuál es el origen del fenómeno. Y confío en que Dios nos ilumine.
-¿De qué manera? -preguntó Giorgio.
-Tu madre, querido hijo, ha aludido a ello hace un momento, demostrando como siempre su excelente buen sentido. En resumidas cuentas, si se me pide mi parecer como teólogo, les responderé: si estas alas, dejémonos de eufemismos, tienen una procedencia diabólica, es decir si han sido creadas por el Maligno con objeto de turbar las conciencias con el falseamiento de un aparente milagro, entonces para mí no hay duda: sólo pueden ser un simulacro. Pero si en cambio, como no podemos excluir, estas alas fuesen una señal de Dios, demostración de una excepcional benevolencia del Señor hacia la condesa Lucina, entonces no hay duda de que tendrían que ser alas de verdad, capaces de volar…
-¡Eso es una locura, una cosa terrible! -gimió el conde Giorgio, aterrorizado ante la idea de lo que podría suceder si la segunda hipótesis se demostrase cierta: ¿Cómo seguir ocultando aquella especie de vergonzosa deformidad si Lucina se pusiese a revolotear por la plaza? ¿Y cuántos problemas acarrearía? La publicidad, la curiosidad de la multitud, la investigación por parte de las autoridades eclesiásticas, su vida, la de Giorgio Venanzi, completamente trastornada, destruida.
-En este caso -preguntó el marido-, en este caso, ¿cree usted, don Francesco, que habría que hablar de milagro? En una palabra, ¿Lucina se habría convertido en un ángel, en una santa? Y yo, su legítimo marido…
-Démosle tiempo al tiempo, hijo mío, no nos anticipemos a los designios de la providencia. Que transcurran unos días. Esperemos a que estas benditas alas se hayan desarrollado completamente, a que hayan dejado de crecer. Luego haremos una prueba.
-¡Dios mío, una prueba! ¿Dónde? ¿Aquí en el jardín, donde todos podrán verla?
-No, en el jardín mejor que no. Mejor fuera, podríamos ir al campo, en la oscuridad, sin testigos…
Cruzaron la verja de la casa a las nueve de la noche: Giorgio, su mujer, la madre y don Francesco, en el lujoso coche inglés.
No hubo que esperar ni siquiera diez días a que las alas de Lucina alcanzasen dimensiones adultas. Desde la articulación mediana hasta las puntas, que casi llegaban al suelo, medían, para ser exactos, ciento veintidós centímetros. La colcha de plumas, ya no blancas sino de un suave color rosado, se había hecho compacta y sólida. (Por la noche, en el lecho matrimonial, no era nada fácil; por suerte Lucina estaba acostumbrada a dormir boca abajo, y el apuro y el enfurruñamiento del marido le hacían morirse de risa.) La envergadura de las alas, medida como se hace con las águilas, superaba los tres metros. Todo permitía suponer que las dos gigantescas aletas no tendrían que hacer excesivos esfuerzos para levantar del suelo un cuerpo diminuto como el de Lucina que no llegaba a los cincuenta kilos.
Dejaron atrás las últimas casas, se adentraron en el campo, en aquella zona ahora desierta, buscando un descampado lo bastante solitario. Giorgio no acababa de decidirse. Bastaba con que la ventana iluminada de algún caserío centellease, aunque fuese a gran distancia, para que reanudara la marcha.
Era una hermosa noche de luna. Finalmente se detuvieron en un pequeño sendero que se adentraba en una reserva de caza. Descendieron. A pie avanzaron por el bosque, que Giorgio conocía como la palma de la mano, hasta un claro rodeado por unos árboles altísimos. Había un inmenso silencio.
-Vamos, vamos -dijo la suegra de Lucina-, quítate el abrigo. Y no perdamos tiempo. En pijama tendrás frío, supongo.
Pero aunque sólo llevaba el pijama, Lucina no sentía frío, en absoluto. Al contrario, extrañas ráfagas de calor le recorrían el cuerpo estremeciéndola.
-¿Lo conseguiré? -preguntó entre risas-. Y en seguida, a pasitos ligeros, remedando burlonamente a las bailarinas clásicas, se dirigió al centro del claro y empezó a agitar las alas.
Flot, flot, se oyó el suave aleteo en el aire. De pronto, sin que a la trémula luz de la luna pudieran percibir el momento preciso del despegue, los tres la vieron ante ellos, a una altura de siete u ocho metros. Y no le costaba ningún esfuerzo sostenerse: apenas una suave ondulación de las alas, y acompañaba el ritmo dando unas palmadas.
El marido se cubrió los ojos, horrorizado. Arriba, ella reía: nunca había sido tan feliz, ni tan hermosa.
-Razonemos con calma, hijo mío -decía don Francesco al conde Giorgio-. A tu jovencísima mujer, criatura (convendrás conmigo, admirable desde todos los puntos de vista), le han crecido alas. Hemos comprobado, tú, tu madre y yo, que con estas alas Lucina es capaz de volar; no se trata pues de una intervención demoníaca. Sobre este punto, te lo aseguro, todos los padres de la Iglesia (y he estado releyéndolos a propósito), están de acuerdo. Se trata por tanto de una investidura divina, ya que no queremos hablar de milagro. Eso sin mencionar que, desde el punto de vista estrictamente teológico, Lucina ahora debería ser considerada un ángel.
-Los ángeles, si no me equivoco, nunca han tenido sexo.
-Tienes razón, hijo mío. Sin embargo, estoy convencido de que a tu mujer no le habrían salido alas si el Omnipotente no la hubiese designado para cumplir una importante misión.
-¿Qué misión?
-Inescrutables son las decisiones del Eterno. De todas formas, no creo que tengas derecho a mantener marginada a esa pobrecilla, peor que si se tratase de una leprosa.
-¿Entonces qué, don Francesco? ¿Tengo que dejar que sea pasto del mundo? ¿Usted se imagina el jaleo que se organizaría? Titulares así de grandes en los periódicos, asedio de curiosos, entrevistas, peregrinajes, molestias de todo tipo. ¡Dios no lo quiera! Un contrato cinematográfico, garantizado, no se lo quitaría nadie. ¡Y esto en casa de los Venanzi! El escándalo. ¡Eso nunca, nunca!
-¿Y quién te dice a ti que esta publicidad no forma también parte de los propósitos divinos? ¿Que precisamente el conocimiento del prodigio no pueda tener incalculables efectos en las conciencias? Como una especie de nuevo pequeño mesías, de sexo femenino. Piensa, por ejemplo, en que la condesa Lucina se pusiese a sobrevolar la línea de fuego en Vietnam. ¿Te das cuenta, hijo mío?
-Se lo ruego, don Francesco, ¡basta! Creo que voy a volverme loco. ¿Pero qué habré hecho yo para merecerme esta desgracia?
-No la llames desgracia: quién sabe, podría ser pecado. Se te ha asignado, como marido, una dura prueba. De acuerdo. Pero al fin y al cabo tienes que resignarte. Dime: ¿hay alguien, además de tu madre y yo, al corriente del asunto?
-Sólo faltaría eso.
-¿Y las personas del servicio?
-Nada. Lucina ahora vive en una casita aparte, donde el único que entra soy yo.
-¿Y la limpieza? ¿Las comidas?
-Lo hace ella misma. Mire, incluso hablando metafóricamente, es un verdadero ángel. No se queja, no protesta, ha sido la primera en darse cuenta de la delicada situación.
-¿Y a la familia, a los amigos, qué les han dicho?
-Que se ha ido a pasar una temporada a casa de sus padres en Val d’Aosta.
-Pero, me refiero, no pensarás tenerla enclaustrada toda la vida.
-¡Y yo qué sé! -y meneaba la cabeza, desesperado-. Encuéntreme usted una solución.
-Ya te lo he dicho, hijo mío. Liberarla, presentarla al mundo tal como está. Apuesto a que ahora también ella lo desea.
-Eso nunca, reverendo. Ya se lo he dicho. Lo he pensado detenidamente. Es mi tormento, mi pesadilla. No sería capaz, se lo juro, de soportar semejante vergüenza.
Pero el conde Giorgio no sabía lo que decía. Llegó octubre. De los pantanos que rodeaban la ciudad empezaban a levantarse, desde el mediodía, las famosas nieblas que a lo largo de toda la estación fría cubren la región como una mortaja impenetrable. Los días en que el marido recorría sus tierras, y sólo volvía ya entrada la noche, la pobre Lucina comprendió que se le presentaba una ocasión formidable. De temperamento dócil, incluso algo apática, se había adaptado a la férrea disciplina que Giorgio le había impuesto. En su fuero interno, sin embargo, la exasperación crecía conforme pasaban los días. Con menos de veinte años permanecer encerrada en casa sin poder ver a una amiga, sin mantener relaciones con nadie, sin ni siquiera asomarse a las ventanas. Más aún: era un suplicio no poder desplegar aquellas estupendas alas vibrantes de juventud y de salud. Más de una vez le había rogado a Giorgio que la llevase durante la noche, como la primera vez, al campo abierto, a escondida de todos, y la dejase volar unos minutos. Pero el hombre era inconmovible. Para realizar aquel experimento nocturno, al que habían asistido también la madre y don Francesco, se habían expuesto a un grave peligro. Por suerte ningún extraño se había percatado de nada. Pero intentarlo de nuevo habría sido una locura: ¡y además por un capricho!
Bien. Una tarde cenicienta, hacia mediados de octubre, la niebla había descendido sobre la ciudad, paralizando el tráfico. Lucina, con un doble pijama de lana, evitando las habitaciones de la servidumbre, se deslizó hasta el jardín, arrebujada. Miró en derredor. Le parecía hallarse en un mundo de ensueño; nadie, absolutamente nadie podía verla. Dejó caer el abrigo que escondió a los pies de un árbol. Salió a campo abierto, agitó sus queridas alas, y echó a volar sobre los tejados.
Estas fugas clandestinas, que pudieron renovarse cada vez con más frecuencia gracias a la inclemencia del tiempo, supusieron para ella un maravilloso consuelo. Tenía la precaución de alejarse en seguida del centro, volando en dirección contraria a las tierras del marido. Allí se sucedían los bosques solitarios casi ininterrumpidamente y embargada por una ebriedad indecible rozaba las copas de los árboles, se zambullía en la neblina hasta vislumbrar las sombras de alguna casucha, daba vueltas sobre sí misma, feliz cuando alguna rara ave, al verla, huía asustada.
En su inocencia, un poco frívola, la joven condesa no se preguntaba por qué precisamente a ella, la única persona en el mundo, le habían crecido alas. Sencillamente, había sido así. La sospecha de divinas misiones ni siquiera había pasado por su imaginación. Sólo sabía que se encontraba bien, segura de sí misma, dotada de un poder sobrehumano que la llevaba, durante los vuelos, a un beatífico delirio.
Como suele ocurrir, el hábito a la impunidad acabó por hacerle descuidar la prudencia. Una tarde, después de haber salido a la densa y humeante capa de niebla que cubría herméticamente los campos, y haber disfrutado largamente del dulce sol otoñal, sintió la curiosidad de explorar la zona inferior. Se lanzó en picado por la gélida penumbra de la bruma y no detuvo su descenso hasta escasos metros del suelo.
Exactamente debajo de ella un muchacho que llevaba una escopeta estaba dirigiéndose a lo que probablemente era el refugio de los cazadores de uno de los muchos cotos. El cazador, al oír el batir de la enormes alas, se dio media vuelta como un resorte e instintivamente levantó la escopeta de doble cañón.
Lucina intuyó el peligro. En lugar de huir, para lo que no tenía tiempo, a costa de desvelar el secreto, gritó con todas sus fuerzas:
-¡Espera, no dispares!
Y, antes de que el hombre pudiera recuperarse de su sorpresa, se posó delante de él, muy cerca.
El cazador era un tal Massimo Lauretta, uno de los más brillantes «lions» de la pequeña sociedad provinciana; recién licenciado, de óptima y rica familia, buen esquiador y piloto de coches de carreras; óptimo amigo del matrimonio Venanzi. A pesar de su habitual desenvoltura, fue tal su extravío que, dejando caer la escopeta, se arrodilló con las manos juntas, recitando en voz alta:
-Ave María, gratia plena…
Lucina soltó una carcajada:
-¿Pero qué haces, tonto? ¿No ves que soy Lucina Venanzi?
El otro se puso en pie tambaleándose:
-¿Tú? ¿Qué pasa? ¿Cómo puedes…?
-Da lo mismo, Massimo… Pero aquí hace un frío de los mil demonios…
-Vayamos dentro -dijo el joven indicando el refugio-. La chimenea debe de estar encendida.
-¿Hay alguien más?
-Nadie, excepto el guardabosques.
-No, no, es imposible.
Permanecieron algún tiempo mirándose embobados. Al final Lucina:
-Te he dicho que tengo frío. Abrázame, por lo menos.
Y el joven, aunque todavía tembloroso, no se lo hizo repetir dos veces.
Cuando volvió aquella noche, Giorgio Venanzi encontró a su mujer sentada en la sala y cosiendo. Sin el menor vestigio de alas.
-¡Lucina! -gritó- ¡cariño! ¿Cómo ha sido?
-¿El qué? -dijo ella sin inmutarse.
-Pues las alas, ¿no? ¿Qué ha pasado con las alas?
-¿Las alas? ¿Te has vuelto loco?
Violentamente turbado, él se quedó sin habla:
-Pues… no sé… debo de haber tenido un mal sueño.
Nadie, del milagro, o de la brujería, supo nunca nada, excepto Giorgio, su madre, don Francesco y el joven Massimo que, como era un caballero, no dijo palabra a nadie. Pero incluso entre los que sí sabían, el tema se consideró tabú.
Sólo, don Francesco, unos meses después, encontrándose solo con Lucina, le dijo sonriendo:
-Dios te quiere mucho, Lucina. No me negarás que como ángel has tenido una suerte extraordinaria.
-¿Suerte? ¿Qué suerte?
-La de encontrar al Diablo en el momento justo.
por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
Cuando la noche ha caído, me gusta dar un paseo por mi jardín. No piensen que soy rico. Un jardín como el mío lo tienen todos. Y más tarde comprenderán por qué.
En la oscuridad, aunque realmente no está oscuro por entero porque de las ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los zapatos hundiéndose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo está sereno, y si lucen las estrellas las observo preguntándome un montón de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago preguntas; las estrellas se están ahí, encima de mí, completamente estúpidas, y no me dicen nada.
Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropecé con un obstáculo. Como no veía, encendí una cerilla. En la plana superficie del prado había una protuberancia, y eso era extraño. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pensé, mañana por la mañana le preguntaré.
Al día siguiente llamé al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije:
-¿Qué has hecho en el jardín? En el prado hay como un bulto, tropecé con él ayer por la noche y esta mañana, apenas se ha hecho de día, lo he visto. Es un bulto estrecho y oblongo, parece una sepultura. ¿Me quieres decir qué pasa?
-No es que parezca, señor -dijo Giacomo el jardinero-, es que es una sepultura. Y es que ayer murió un amigo suyo.
Era cierto. Mi queridísimo amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, se había partido el cráneo en la montaña.
-¿Acaso me estás diciendo -le dije a Giacomo- que mi amigo está enterrado aquí?
-No -respondió-, su amigo el señor Bartoli -dijo así porque era persona educada a la antigua y por ello todavía respetuoso- ha sido enterrado al pie de las montañas que usted sabe. Pero aquí, en el jardín, el prado se ha levantado solo porque éste es su jardín, señor, y todo lo que sucede en su vida, señor, tendrá aquí una consecuencia.
-Vamos, vamos, por favor, eso no son más que supersticiones absurdas -le dije-, te ruego que aplanes ese bulto.
-No puedo, señor -contestó-, ni siquiera mil jardineros como yo conseguirían aplanar ese bulto.
Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedo allí, y yo continué paseando por el jardín una vez había caído la noche, ocurriéndome de cuando en cuando tropezar con el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardín es bastante grande; era un bulto de setenta centímetros de ancho y metro noventa de largo y sobre él crecía la hierba, y sobresalía del nivel del prado unos veinticinco centímetros. Naturalmente, cada vez que tropezaba en él pensaba en el querido amigo perdido. Pero también podía pasar que fuera al revés. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento estaba pensando en él. Pero este asunto es algo difícil de entender.
Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi paseo nocturno, tropezase con aquel pequeño relieve. En este caso su recuerdo volvía a mí; entonces me paraba y en el silencio de la noche preguntaba en voz alta: ¿Duermes?
Pero él no contestaba.
Él, efectivamente, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio de montaña, y con los años nadie se acordaba ya de él, nadie le llevaba flores.
Sin embargo, pasaron muchos años y he aquí que una noche, en el curso de mi paseo, justamente en el rincón opuesto del jardín, tropecé con otro bulto.
Por poco caí de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo había ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar “Giacomo, Giacomo”, justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se iluminó. Giacomo apareció en el antepecho.
-¿Qué demonios es este bulto? -gritaba yo-. ¿Has cavado algún hoyo?
-No señor. Sólo que mientras tanto un querido compañero suyo de trabajo se ha ido -dijo-. Su nombre es Cornali.
Sin embargo, algún tiempo después topé con un tercer bulto y, aunque fuera noche cerrada, también esta vez llamé a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora sabía ya muy bien el significado que tenía aquel bulto, pero aquel día no me habían llegado malas noticias, y por eso estaba ansioso por saber. Giacomo, paciente, apareció en la ventana. “¿Quién es? -pregunté- ¿Ha muerto alguien?” “Sí señor -dijo-. Se llamaba Giuseppe Patané.”
Pasaron luego algunos años bastante tranquilos, pero en determinado momento los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardín. Los había pequeños, pero también habían aparecido otros gigantescos que no se podían salvar con un paso, sino que realmente hacía falta subir por una parte y bajar después por la otra, como si de pequeñas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que había pasado. Allí debajo, en aquellos dos túmulos altos como un bisonte, estaban encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente.
Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles montículos, muchas cosas dolorosas se revolvían en mi interior y yo me quedaba allí como un niño asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba, Patané, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que habían crecido conmigo, los que habían trabajado muchos años conmigo. Y luego, en voz más alta: ¡Negro! ¡Vergari! Era como pasar una lista. Pero nadie respondía.
Así, poco a poco, mi jardín, antaño plano y agradable al paso, se ha transformado en un campo de batalla; tiene hierba todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto de montículos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.
Este verano, no obstante, se alzó una tan alta que, cuando estuve a su lado, su silueta tapó la visión de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta, subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensión, no se podía hacer otra cosa que sortearla rodeándola.
Aquel día no me había llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del jardín me tenía muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe también: era el mejor amigo de mi juventud quien se había ido, entre él y yo había habido tantas verdades, juntos habíamos descubierto el mundo, la vida y las cosas más bellas, juntos habíamos explorado la poesía, la pintura, la música, las montañas y era lógico que para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado en mínimos términos, hiciera falta una auténtica y verdadera montañita.
En ese momento tuve un arranque de rebelión. No, no podía ser, me dije espantado. Y una vez más llamé a mis amigos por sus nombres. Cornali, Patanè, Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segàla, Orlandi, Chiarelli, Brambilla. En ese momento se alzó una especie de soplo en la noche que me respondía que sí, juraría que una especie de voz me decía que sí y venía de otros mundos, pero quizá fuera sólo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas les gustaba mi jardín.
Ahora, por favor, les ruego que me digan: por qué hablas de estas cosas tan tristes, la vida es ya tan breve y difícil por sí misma, amargarse a propósito es una idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen que ver sólo contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver también con ustedes; sería bonito, lo sé, que no fuera así. Porque esta historia de los bultos del prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es propietario de un jardín donde suceden estos dolorosos fenómenos. Es una historia antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; también para ustedes se repetirá. Y no es un juego literario, las cosas son así.
Naturalmente, me pregunto también si en algún jardín surgirá algún día un bulto relacionado conmigo, quizá un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga en el prado que de día, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguirá verse. Sea como sea, una persona en el mundo, al menos una tropezará.
Puede pasar que por culpa de mi maldito carácter muera solo como un perro al final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezará en el bultito que surgirá en su jardín y tropezará también las siguientes noches, y cada vez pensará (perdonen mi esperanza, como una punta de nostalgia) en cierto tipo que se llamaba Dino Buzzati.
por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
La señora Ada Tormenti, viuda de Lulli, fue a pasar unos días al campo, invitada por sus primos los Premoli. Por el pueblo iba y venía mucha gente. Como era verano, la sobremesa de la noche se hacía en el jardín, charlando hasta la una o las dos. Una noche la conversación se refirió a las casas de la ciudad. Había allí un tal Imbastaro, tipo inteligente, pero antipático. Decía:
-Siempre que dejo mi casa de Nápoles, sucede algo, ¡je, je! -continuaba, riendo así, sin motivo; ¿o el motivo era, en cambio, hacer daño al prójimo?-. Salgo, por decirlo así, ni siquiera recorro dos kilómetros, y se sale el agua del lavadero o se incendia la biblioteca por haber olvidado una colilla encendida, o se meten ratas de los barcos y devoran hasta las piedras. ¡Je, je!, o en la portería, la única persona que soporta allí el verano, recibe un golpe seco y por la mañana se la encuentra preparadita para el entierro, con cirios, el sacerdote y el ataúd. ¿No es así la vida?
-No siempre -dijo con gravedad Tormenti-, por fortuna.
-No siempre, es verdad. Pero usted, señora, por ejemplo, ¿podría jurar haber dejado su casa en perfecto orden, no haberse olvidado nada? Piénselo bien, piénselo bien. ¿Exactamente en orden?
A estas palabras Ada se puso del color de los muertos; de repente tuvo un horrendo pensamiento. Para poder ir a casa de los Premoli había llevado a su hija de cuatro años a una tía.O mejor dicho, había decidido llevarla. Porque ahora, al volver a pensar en ello, con todo y estar segura de haberlo hecho, no conseguía recordar cómo y cuándo había llevado a Luisella a casa de su tía. ¡Qué extraño! No recordaba ni cuándo habían salido de casa juntas, ni el camino recorrido, ni las despedidas en casa de su tía. Como si en su memoria se hubiese abierto un agujero.
En resumen, la duda era la siguiente: que ella, Ada, se había olvidado de llevar a la niña a casa de su tía y sin advertirlo, al irse, la había encerrado en casa, Era una sospecha absurda; pero la imaginación fabrica a veces cosas muy extrañas. Insensato, de loco, pero bastaba, no obstante, para helarle la sangre en las venas. Con sorpresa la vieron ponerse bruscamente de pie y abandonar la compañía de todos. Uno preguntó a Imbastaro:
-Perdone, pero, ¿le ha dicho usted alguna cosa desagradable?
-¿Yo? Nada de particular, ¡je, je! No comprendo.
Ada entró en la casa y, sin decir nada a nadie, se dirigió al teléfono. Llamó urgentemente a Milán, dando el número de casa. Esperó, retorciéndose las manos.
La comunicación se la dieron casi en seguida. En el acto.
-¿Es usted quien ha llamado a Milán, al 40079277?
-Sí, sí.
-Hablen.
-¿Hable?
¿Con quién? Al llamar, esperaba que nadie le respondería. ¿No estaba la casa cerrada y vacía? Si alguien acudía al aparato significaba, por lo tanto, que su primera sospecha estaba fundada, que Luisella se había quedado encerrada dentro. (Aunque apenas tuviera cuatro años, sabía contestar al teléfono). Habían pasado ya 10 días; hacía un calor espantoso y en casa Ada no había dejado ni un bocado de comida. ¡El calor! En los días de la canícula se cuecen los muebles en las casas abandonadas, y se quedan sin aliento los seres vivos, si permanecen en ellas. Ada se sintió morir. Temblando, dijo:
-¡Oiga!
-Diga -dijo desde Milán una voz de hombre.
Y con la velocidad de un relámpago, Ada imaginó lo ocurrido: Luisella, encerrada y sola en casa, incapaz de abrir la puerta, sus gritos, la primera alarma en el barrio, la policía, la puerta forzada, la niña enloquecida de miedo.
-Diga. ¿Quién es? -preguntó el hombre.
-Soy yo, la mamá. Pero, ¿quién es usted?
-¿Qué mamá? ¡Yo no tengo mamá! Se ha equivocado de número.
Y colgó.
Ada volvió a llamar inmediatamente a Milán (pero la angustia había ya cedido). Dio el número exacto, oyó la señal de línea y esta vez nadie le respondió.
Respiró aliviada. Menos mal. ¿Qué estupidez había imaginado? Ante un espejo se puso unos pocos polvos y salió afuera al jardín. La miraron, pero nadie dijo nada.
Sin embargo, cuando se acostó y en la enorme casa de campo se estableció el plúmbeo silencio de la noche y solamente por la ventana entornada entraban las voces de los grillos, volvió a sentir miedo. En aquella hora imaginó a la niña, muerta de calor y de hambre que, de rodillas, agarrada al pestillo de la puerta y con los ojos desorbitados, lanzaba sus postreros lamentos. Pensó que, en el peor de los casos, alguien debía de haber oído sus gritos. Otra voz, pérfida, objetaba: si alguien la hubiese oído, ya la habrían socorrido; ya han pasado 10 días y a estas alturas te habrían avisado. Pudo ocurrir también que los pisos contiguos estuvieran desocupados en este período de vacaciones. La portera, cinco pisos más abajo, ¿qué podía oír?
Miró el reloj, eran las cuatro. A las seis salía un tren. Ada saltó de la cama, se vistió, hizo la maleta. Acaso empieza así la locura, se dijo. Pero no podía contenerse.
Dejó una nota excusándose, Cautelosamente salió, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la estación. Había cuatro kilómetros de camino.
Cuanto más avanzabael tren, mayor era su angustia. Llegó a Milán hacia las tres de la tarde. La ciudad ardía en un halo de polvo tórrido y húmedo. Balbuceando, dio al taxi la dirección.
¡Por fin, su casa! No se notaba nada anormal. Las persianas del piso estaban todas bajadas, como las había dejado días antes.
Pasó corriendo ante la portería. La portera le hizo el acostumbrado saludo. Bendito sea Dios, pensó Ana. Ha sido todo una pesadilla, nada más.
Silencio y quietud en el rellano del quinto piso. Pero, ¿por qué temblaba tanto su mano al introducir la llave en la cerradura? Se descorrió el pestillo. Al abrirse la puerta, salió un vaho caliente y denso.
De pronto, cuando abrió la puerta interior, Ada sintió en el pecho un nudo doloroso; porque, un poco por encima de su cabeza, flotó, ansioso de huir, un pequeñísimo e incomprensible humo, una minúscula nubecilla, oblonga y pálida, que no despedía olor.
Corrió a la ventana del recibidor, abrió los postigos y se volvió.
Sobre el suelo, a dos metros de ella, se veía algo, como una larga y recortada mancha, pero de notable espesor. Se acercó, la tocó con el pie. Cenizas. Estaban esparcidas uniformemente como formando una especie de dibujo. Aquel nudo que tenía en el pecho se hizo fuego, infierno. Las cenizas tenían exactamente la forma de Luisella.
por REESCRIBA | Dino Buzzati, Selección de Relatos, Todas las publicaciones
Dino Buzzati.
Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan son cada vez más raras.
Comencé el viaje cuando tenía poco más de treinta años y han pasado ya más de ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpido camino.
Creía, en el momento de partir, que en pocas semanas habría alcanzado los confines del reino; por el contrario, seguí encontrando nuevas gentes y países y en todas partes hombres que hablaban mi mismo idioma y que decían ser mis súbditos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha enloquecido y que, creyendo avanzar siempre hacia el sur, en realidad damos vueltas sobre nuestros propios pasos sin aumentar jamás la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué no estamos ahora junto a la extrema frontera.
Pero más frecuentemente me atormenta la duda de que este confín no existía, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por más que yo avance, jamás podré arribar a la frontera. Empecé el viaje cuando tenía más de treinta años, demasiado tarde, quizás. Los amigos, los mismos familiares, se burlaban de mi proyecto, opinando que iba a despilfarrar los mejores años de mi vida. Pocos de mis leales, en realidad, aceptaron partir.
Si bien era algo descuidado -mucho más que ahora- me preocupé de poder comunicarme, durante el viaje, con mis seres queridos; entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros. Creí, ignorante de mí, que tener siete mensajeros era una verdadera exageración.
Con el transcurso del tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, a pesar de que ninguno de ellos fue asaltado por los bandidos ni malogró su cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré recompensar.
Para distinguirlos con facilidad les puse nombres cuyas iniciales eran alfabéticamente progresivas: Alejandro, Benito, Carlos, Daniel, Eduardo, Federico, Gregorio.
Poco acostumbrado a estar lejos de mi casa, envié al primero, Alejandro, al caer la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. A la noche siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, después al tercero, después al cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde del viaje en que partió Gregorio. El primero todavía no había regresado.
Llegó la décima noche mientras acampábamos en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido menor a la prevista; había pensado que, yendo separado y en un corcel inmejorable, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros, pero no había recorrido el doble, sino sólo una vez y media; en unas jornadas, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él avanzaba sesenta, pero no más.
Lo mismo pasó con los otros. Benito, que partió la tercera noche del viaje, retornó recién a la décima quinta; Carlos, que partió a la cuarta noche, nos alcanzó en la vigésima. Muy pronto comprendí que bastaba multiplicar por cinco los días que llevábamos viajando para saber cuándo volvería el mensajero.
Al alejarnos constantemente de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino el intervalo entre un arribo u otro comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras antes veía llegar al campamento un mensajero cada cinco días, el intervalo llegó a hacerse de veinticinco días; la voz de mi ciudad, de esa manera, se volvía cada vez más apagada: pasábamos semanas enteras sin tener ninguna noticia.
Una vez que transcurrieron seis meses -ya habíamos atravesado los montes Fasani- el intervalo entre uno y otro arribo de los mensajeros aumentó a cuatro meses. Ahora ellos me traían noticias lejanas; el sobre me llegaba ajado, muchas veces con manchas de humedad, debido a las noches que el portador se había visto obligado a pasar al sereno.
Avanzábamos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes que se deslizaban rápidamente sobre mí eran iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros se me aparecían en verdad, como cosas nuevas y diversas; y yo me sentía extranjero.
¡Adelante! ¡Adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, borraba las palabras descorazonadoras que se formaban sobre sus labios.
Ya habían pasado cuatro años de mi partida. ¡Qué larga fatiga! La capital, mi casa, mi padre, se habían vuelto extrañamente remotos, casi no me parecían reales. Ahora pasaban fácilmente veinte meses entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas misivas amarillentas por el tiempo y en ella encontraba nombres olvidados, modos de decir insólitos para mí, sentimientos que no lograba comprender. A la mañana siguiente, después de una sola noche de reposo, mientras nosotros nos poníamos en camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que yo había preparado en ese mismo tiempo.
Pero ya han transcurrido ocho años y medio. Esta noche cenaba solo en mi tienda cuando entró Daniel, que aún lograba sonreír, aunque estaba muerto de cansancio. Hace casi siete años que no lo veía. Durante todo este período larguísimo no ha hecho más que correr, atravesando praderas, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para traerme el paquete de sobres que hasta ahora no he tenido deseos de abrir. Ya se fue a dormir y volverá a partir mañana mismo, al amanecer.
Partirá por última vez. Consultando el calendario calculé que, aunque todo salga bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Daniel hasta dentro de treinta y cuatro años. Entonces tendré setenta y dos.
Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que me muera antes. No lo volveré a ver. Dentro de treinta y cuatro años (quizás antes, mucho antes) Daniel descubrirá, inesperadamente, los fuegos de mi campamento y se preguntará por qué nunca antes le resultó el trayecto tan corto.
Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendrá en el umbral y me verá inmóvil tendido sobre el camastro, flanqueado por dos soldados con antorchas, muerto.
¡Anda, pues, Daniel, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres la última ligazón con el mundo que en un tiempo fue también mío. Los mensajes recientes me han hecho saber que han cambiado muchas cosas, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra, allá, donde estaban las encinas a cuya sombra solíamos jugar. De cualquier manera, siempre seguirá siendo mi vieja patria. Tú eres la última atadura con ella, Daniel.
El quinto mensajero, Eduardo, que me alcanzará, si dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendrá tiempo de regresar. Después de ti, el silencio, ¡oh, dios mío!, a menos que encuentre los anhelados confines. Pero cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera. No existe, sospecho, frontera alguna, por lo menos en el sentido que habitualmente le damos. No hay muralla de separación, ni ríos divisorios, ni montañas que cierran el paso. Probablemente atravesaré el límite sin ni siquiera advertirlo e, ignorante de mí, continuaré mi camino. Por eso he decidido que cuando Eduardo y los demás mensajeros, después de él, me alcancen nuevamente, en vez de volver a tomar el camino de la capital, se me adelante, para que yo pueda saber con anterioridad lo que me espera.
Desde hace un tiempo una ansiedad inusitada se apodera de mí por las noches y ya no se trata de la añoranza de las alegrías pasadas, como en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer la tierra ignota a la que me dirijo.
Advierto -y no se lo he confiado hasta ahora a nadie- cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, el cielo irradia una luz insólita como jamás había visto, ni siquiera en sueños. Ha quedado definitivamente atrás el último cielo azul.
Las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de lo ya conocido y el aire me acerca presagios que no sé transmitir.
Una nueva esperanza me llevará mañana por la mañana aun más adelante, en dirección a aquella montaña inexplorada que ahora ocultan las sombras de la noche. Una vez más levantaré el campamento, y Daniel desaparecerá en el horizonte en dirección opuesta, para llevar a la ciudad remota mi inútil mensaje.