El gallo de Sócrates

Leopoldo Alas (Clarín)

Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras:

-Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más.

Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido).

Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía.

Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina.

Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.

Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.

Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.

Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.

«Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo».

Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea.

-¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio».

Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano.

-¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica.

-«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles».

-Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio.

-¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder?

-Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista.

-Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date!

-¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues?

-Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males.

-¿Dijo Sócrates todo eso?

-No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio.

-De modo que lo demás te lo figuras tú.

-¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras?

-El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos… y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte.

-Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio.

-Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral.

-Gallo de Gorgias, calla y muere.

-Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo.

-Yo a las palabras me atengo. Date…

Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre…

El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo:

-¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles.

Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo.

El entierro de la sardina

Leopoldo Alas (Clarín)

Rescoldo, o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per l’aer bruno.

Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa de esta desolación de honesto recreo.

Mas como quiera que esta piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos.

Pero no es eso lo peor, desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo. En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega la ceniza… y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara. Viene la reacción del terror… triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios…

En Rescoldo, Antruejo dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval, memento homo, arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo mismo que viene después del propósito de enmienda, después del desengaño; por lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte.

No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y… ya lo sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia…

* * *

Celso Arteaga era uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos concupiscentes.

Su flaco era el entierro de la sardina. Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia la romería inverniza, como algunos meses antes veía, cubierto de verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles, por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el fondo apasionado, soñador, del buen Celso.

Solían agruparse los polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que se congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros, que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés; todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de casa. Celso, en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas respetables. Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto; los más formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo del entierro de la sardina.

Celso, ya se sabía, en la clásica cena se ponía a medios pelos, pronunciaba veinte discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando la paz universal, la hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! -Y este era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con la palabra.

* * *

Un año, cuando tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra, ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir que el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído.

Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y a sus triunfos de invierno.

Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos!

Como a dos pasos del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies, y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de Zorrilla… en fin, un encanto.

Todo era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida!

El público rió y aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso:

-Tiene gracia, tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso!

A la media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo.

* * *

Celso Arteaga volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio, tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos, se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo.

Algo pensó durante unos días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y a quien había regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura», pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo.

Pero lo raro fue que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar… y habló, y venció, y… ¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡Pero qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la escena del año anterior.

Y sí era casualidad, porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez; yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…»

* * *

Y al día siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la chica de Pla, el del ferrocarril.

Varias veces la vio en la calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia.

Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente, que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso, juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con su señora e hijos a Rescoldo.

Vio a Cecilia Pla algunas veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio que estaba muy delgada, mucho más que antes.

* * *

El juez llegó poco a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya para él la poca poesía que le quedaba en la tierra.

Estuvo en la fonda algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las habitaciones.

Le gustó la casa, y quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes.

-Parece una sardina, -pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta.

Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó:

-¡Caramba! ¡Pues si es aquella… aquella del entierro!… ¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast… o cosa así.

Don Celso, con su ama de llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era, en efecto, sola en el mundo.

Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia.

-¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí! -pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían volado.

Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo.

-Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche… del entierro de la sardina.

Y después pensó:

-Pero también es verdad que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante… O ¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero… de todas maneras… Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves que este sargento que tengo, había de serlo…

Y suspiró el viejo, casi burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos.

¡Lo que era la vida! Un miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina… y después la Cuaresma triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo el año hastío y tristeza.

* * *

Una tarde de lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino, defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas.

Por la calle estrecha, detrás de él, vio que venía un entierro.

-¡Maldita suerte! -pensó, al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro-. ¡Lo que voy a toser esta noche! -se dijo, mirando distraído el féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le preguntó el señor Arteaga:

-¿De quién es?

-Una tal Cecilia Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted?

-¡Ah, si! -dijo don Celso.

Y se quedó bastante triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores del duelo.

De pronto se acordó de la frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre Cecilia.

«Parece una sardina».

Y el diablo burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo:

-Sí, es verdad, era una sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete, si tienes gana.

El dúo de la tos

Leopoldo Alas (Clarín)

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente.

«Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante».

De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó.

«Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza.

El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme.

El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!»

Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía… compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden.

Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían.

Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta.

Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes.

«Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta.

«Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril.

Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público.

-El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo!

Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos… Un eco… en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era… ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer.

Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle.

Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice.

La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos.

La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos.

La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36.

La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar.

«¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen… ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.»

Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba:

Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy… si me deja la tos… ¡esta tos!… ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos…»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos.

El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre… ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle… ¿para qué?

Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto… como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo.

La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.

Dos sabios

Leopoldo Alas (Clarín)

En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborrecen.

¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa,… o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios.

Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos.

Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena.

* * *

Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo… ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!».

Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierto dueña… Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras; a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos.

Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las pocas comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores tajadas.

El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por odioso privilegio.

Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidiaba, despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero éste le había contestado siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión.

Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas picantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que comer sin gana.

-¡Ya va un toque! -decía sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del comedor.

-¡Ya han tocado dos veces! -exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad.

Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales.

Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros empleados de más categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez.

* * *

En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más desfachatez para pedir gollerías.

También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel.

A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos y unos charlatanes… menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente.

«No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades.

«Debe de ser un profesor de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para librarse de curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!».

Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles.

No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara… Y allí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times… más que el archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le parecía despreciable.

«El archivero sabe inglés. ¡Pedante!».

A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica… ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto… y ¡aquello no podía aguantarse!

No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a espaldas de la casa… Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su manzano…, se encontraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando.

Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas.

* * *

Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía frito, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él.

Pérez, que era un sabio hispano-americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar las cosas de España, sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quien él era; digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares menos dignos de ser llamados por su nombre.

Pérez había notado también que Álvarez despreciaba -131- o fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa.

La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos.

* * *

Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez.

Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Álvarez… era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. -132- No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza.

No se insultaron, ni se comieron la figura más que con los ojos.

El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo.

-¡Usted dirá! -exclamaron a un tiempo los sabios.

Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el que valía.

Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo.

Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el tiempo… pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest, no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había recibido…, y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto, ya había metido sus maletas.

Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó:

In pari causa, melior est conditio possidentis.

Y entró y se cerró por dentro.

Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo.

En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban -133- todos los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y buscaban los mismos sitios.

* * *

Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor y se sentó en una mecedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos.

Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se saludaron, por supuesto.

Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas.

De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado.

Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror.

Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito a su enemigo.

El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez.

El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir:

-Pero… usted, señor mío…, ¿es… puede usted ser… el doctor… Gilledo?…

-Y usted… o estoy soñando… o es… parece ser… ¿es… el ilustre Fonseca?…

-Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador… el apóstol del maestro Gilledo… de su doctrina…

-De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista… a quien todo se lo debo.

-¡Y estábamos juntos!…

-¡Y no nos conocíamos!…

-Y a no ser por esta flaqueza… ridícula… que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos…

-Justo, a no ser por eso…

Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los sabios.

La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente.

Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas -135- prehistóricas, Fonseca había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni éste envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostuvieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, sólo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada, les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos más que de colegas.

Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera effigies de su amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta debilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma fecha… Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su destino el mismo día.

Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban… Pero tales noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos venían.

* * *

Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda.

Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no sólo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna…, sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte.

Y no se volvieron a ver en la vida.

Y cada cual se fue pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado… no había llegado a desaparecer después del infructuoso reconocimiento.

El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido… Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario.

Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente científico.

Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los arqueólogos del mundo.

Se titulaba Una disidencia.

Y lo firmaba Fonseca. El cual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movido de Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol… de Oriente a Occidente…

Benedictino

Leopoldo Alas (Clarín)

Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.

Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!» Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:

-Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita.

El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores Las Contenciosas-administrativas por lo mucho que hablaba su padre de lo contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de considerar grandes hombres a los diputados provinciales que eran magistrados de lo contencioso…, etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las chicas el mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado no pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su natural enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le había llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él mismo, Caín, que guardar su ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y si quería pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues Abel no estaba a mano en las horas de mayor urgencia.

***

-¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía -exclamaba don Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un pernil.)

-No envidio tal -contestaba Abel, que en frente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno.

-Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo!, desde el momento que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una viuda…

-Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste… de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia…

-Pues por eso me repito.

-¡Cerca de treinta años! -exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos. Y como si hablara consigo mismo continuó mirando a la tierra:

-La mayor…

-Hola -murmuró Caín-; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera segura… tristona como todas tus cosas.

-No te burles, libertino. La mayor nació… sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle… no sé, pero… en fin, aunque no está delicada… se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no… ya no me la llevan.

-Ánimo, hombre; sí te la llevarán… No faltan indianos… Y en último caso… ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella… y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la (cantando) mayor.

-Eres un hombre sin corazón… un Lovelace.

-¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ese?

-La segunda, Rita, todavía se defiende.

-¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota.

-Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas bromas, que las chicas pierden…

-Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se quejara…

-Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas… y tú con tus bromas de dudoso gusto…

-¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves…

-Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el secretario del gobierno militar, Pacorro?

Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro… A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso, diabólico… Y la chica era la única para volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. «¡Padrino, baila conmigo!» ¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué miradonas inocentes… pero que se metían en casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila…

-Nieves -prosiguió Abel- se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar…

-Como bailar.. baila bien -dijo Caín muy grave.

-Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la casa.

-Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un fortunón… ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez?

Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las prometía, en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos años!»

***

Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada y Joaquín de secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos, como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín, porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban cada día como astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de octava o novena clase, invisibles a simple vista, ya nadie hablaba de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las Contenciosas, «las de Trujillo» decían los pocos pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas.

La mayor, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por no apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el tiempo y al martirio de un tocado que pedía restauraciones imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de quedarse en casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía, reconociéndose gallina, aunque otra le quedaba. Se permitía, como corta recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a sus anchas, como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado cuando era delgada.

-«¡La carne! Como el mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura, sin duda, persistente… pero inútil. Y demasiada.»

Cuando el cura hablaba, desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba que aludía exclusivamente a la suya… Salían sus hermanas, iban al baile a probar fortuna, y la primogénita se soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines.

La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer que dice mucho a los sentidos?

Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se había batido en retirada, pero siempre en su puesto.

Nieves… era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quién, frenética, cada día mas apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma… en ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!… ¡Quién soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su aliento, contemplado su escote virginal… etc., ¿dónde estaban? Unos de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo dinero, otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla…

Tan excelente le pareció a don Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de este, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó:

-Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más.

Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del oscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí cerdo alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente, voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café…, y al sacar Caín dos habanos peseteros…, apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias del ambiente.

-¡El benedictino! exclamó Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche.

-El benedictino -repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba.

Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oírla, exclamó:

-¡Ver y creer! Catemos, eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines.

Y aquel día también había sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de aquellos frascos.

-Estos, amigos -había dicho- los guardo yo para en su día. -Y no había querido jamás explicar qué día era aquel.

Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino.

Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori.

Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oír el canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento, exclamó:

-¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente!

Abel bebió también. Mediaron el frasco.

Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose.

A Caín, la alegría le dio esta vez por adular como vil cortesano.

Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó:

-Lo que falta… lo beberemos mañana. El otro frasco… es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche.

Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas.

A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto, diciendo:

-Estos frascos… este benedictino… regalo de rey…

-De rey…

-Este benedictino… lo guardaba yo…

-Para su día…

-Justo; su día… era el día de la boda de la mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después… cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los noviazgos…, guardaba los frascos…, para la boda de la segunda. Suspiró Abel.

Se puso muy serio Caín.

-Mi última esperanza era Nieves…, y a esa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado…, pero ya es ridículo…, ya… -Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza. -En fin, ¿cómo ha de ser?- Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco.

Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fue un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio. Y todo en balde. Ahora…, él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos… Las veía en aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles…, y las amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba.

Caín pensaba en las pobres Contenciosas también, y se decía que Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole efecto…

Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó efectivamente.

***

Murió don Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún tiempo desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su padre y su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco fue dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado a la mística, y las demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas aquellas catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas antes en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de bambollas… y cosieran para fuera». Caín se olvidó de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si quiere ser feliz y conservarse?

Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los paseos no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos. Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos del deseo contenido o mal satisfecho.

Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las de Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto, acompañadas, a distancia, de una criada más joven que ellas. Se las empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas de las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola con la criada. Se la ve al oscurecer atravesar a menudo el paseo de los hombres y de las artesanas.

Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle solitaria. La saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado también, ya no envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo como un pimiento, y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos, hablando en el postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante, de quien Caín sospechaba horrores. -Desde entonces sigue la pista a la solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro que no están para escoger mucho.» Caín cada vez que encuentra a Nieves la detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está como nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba pellizcos.

-¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus hermanas sí. No sé si tienes dura o blanda la carne. -Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a correr como una locuela…, enseñando los bajos blanquísimos, y el pie primoroso.

Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el portal de su casa, de la casa del propio Caín.

-Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le necesito. -Suben y le pide dinero, poco pero ha de ser en el acto. Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un miserable… que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar. Caín la consuela. Le da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos, sollozando y con un ataque de nervios no del todo fingido.

Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de trastornarse como ella, que creyéndose más frío, menos joven de lo que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro de aquel contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo. Fue cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua, disparatada… ; pero poderosa…, latente.»

***

Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se decía el solterón empedernido:

-De todas maneras la chica… estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fue lo otro. Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse, y pedirme algo que la arrancara el pensamiento… y.. ¡diablo de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca… y dar precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de benedictino!…

¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las comedias, para que tengan más pimienta, más picardía… Bebió ella. ¡Cómo se puso! Bebí yo… ¿qué remedio? obligado.

«¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de benedictino le había guardado su padre años y años para el día que casara a su hija!… ¡No fue mala boda!» Y el último pensamiento de Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para los socios viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él, platónico!».

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas (Clarín)

Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante… ¡todo eso estaba tan lejos!”

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Corderarecordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso2 paraestrar3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, laCordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Corderaen casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso… Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”

Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. LaCordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba suCordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana laCordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz… Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y laCordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.

* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al praoSomonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

-La llevan al Matadero… Carne de vaca, para comer los señores, los curas… los indianos.

-¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones…

-¡Adiós, Cordera!…

-¡Adiós, Cordera!…

* * *

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!… ¡Adiós, Cordera!

-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!…

“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

 

Notas:

1. Asturianismo: pastorearla.
2. Cañas y hojas de maíz, sin las mazorcas, con que se alfombraba el suelo de tierra.
3. Asturianismo: cubrir o alfombrar el suelo.
4. La cría recién nacida.
5. Pareja o yunta de animales -casi siempre bovinos- para arar los campos y uncidos por el yugo.
6. Asturianismo: mi padre o mi papá.
7. Corral o cercado delantero de una casa campesina.
8. Asturianismo: estiércol o excremento del animal.